26 de abril de 2018

El secreto

"Estaba allí, en aquel lugar escondido donde no sé por qué extraña razón nunca más volvería a pasar los dedos de la creación, como si se hubieran olvidado de esa parte de la tierra y los árboles quedaron suspendidos en el medio del aire, esperando a la tierra para que les cobijara las raíces. Pero aun así crecían, no tanto aferrados a la savia del aire, sino a la memoria de los tiempos. Quedé admirado de cómo el verde prehistórico aún se desparramaba musgoso tapando aquí y allá las formas de las cosas e incluso trepaban por unos acantilados que abrían sus bocas escupiendo raíces gordas y deformes como si se trataran de víboras gigantes. Mas allá estaban las esculturas en formas de pelotones de extraños seres, algunos se parecían a monjes gigantes que encapuchados y con la cabeza gacha rezaban con las manos juntas quien sabe a qué dioses. Yo que venía de un mundo donde ya no cabían las sorpresas, los admiré pensando que solo rezaban para despertarse. Una arena muy blanca recorría de punta a punta un camino que se bifurcaba entrando aquí y allá por cientos de pasadizos. Me quedé muy quieto escuchando por primera vez el murmullo suave de un arroyo, miré para todos lados, pero no había rastros de agua. Entonces adapté mi mirada a ese mundo extraño y las vi. Unas burbujas saltaban desordenadas por sobre la arena dormida y me revelaron que el arroyo pasaba por debajo de ella. Tenía sed y me agaché a escarbar desesperado, pero el agua se escurría de entre mis dedos tan pronto como la arena volvía a taparlo. Aunque ya era tarde para esa hora de la mañana, el rocío seguía cayendo como una llovizna tierna de las hojas de los árboles. Bebí esa agua mientras escuchaba cantar a los pájaros con un trinar incesante, como si allí, en vez de tiempo se deslizaran las circunstancias más bellas de la tierra."

EL SECRETO. Colección Cien cuentos para el Pombero. Autora: Gladys Mercedes Acevedo (2018, todos los derechos reservados)


23 de abril de 2018

Cien cuentos para el Pombero


"No se puede luchar contra el Yvera, donde todo es un continuo movimiento, donde hasta la cuna en un instante se transforma en destierro. Pobre de los que no tienen un anclaje firme o no respetan su pasado, a esos solo los amontonará el viento en el lugar donde moran los apatridas. Allí dicen que no existen los buenos recuerdos y que además está gobernado por un ser maléfico y sin memoria."
Colección Cien cuentos para el Pombero, 2018. Autora: Gladys Mercedes Acevedo. Todos los derechos reservados

Crónicas de un compadrito


Oliverio Márquez jamás se sintió tan vivo, pese a que sabía que veinte minutos más tarde, iba a morir. Pasó como siempre por delante del valle de malevos, saludó a algún que otro amigo y se detuvo a esperar en esa ochava tan conocida. Miró por última vez cada recoveco y aspiró uno a uno el aroma de esa esquina donde alguna vez conociera la gloria, donde alguna vez fuera feliz. La bosta y el orín de los caballos se entremezclaban con el olor del café y el perfume barato de alguna pupila. Fumaba tranquilo, y sólo el traqueteo del tranvía, que adivinaba a lo lejos, lo perturbaba. Por la hora sabía que era el número veinte, cómo olvidarlo si ese fue el mismo que tres años antes le trajera el amor.
En esa ocasión, Olga Ríos llegó como un viento de esperanza a su vida y hasta su madre, que tenía una fuerte tendencia a contradecir, estuvo de acuerdo en que ella era la mujer ideal.
-Es una buena percanta- le dijo, luego de revisarle la hilera de dientes y la firmeza de la nalga.
Y él tomó sus palabras como un signo de aceptación. Su madre tenía experiencia con las mujeres, era la catadora oficial de la Zwi Migdal, la madama más renombrada de toda Pichincha.
Esa tarde, mientras esperaba al Paisano Díaz, las recordó a ambas con rencor. Las dos lo habían traicionado, una huyendo con su mejor amigo y su madre colgándose del horcón. Sólo le quedaba de ella la dentadura postiza y un cofre lleno de latas.
Un sacudón seco detuvo a los caballos que tiraban del tranvía. Bajó el Paisano Díaz con su melena grasienta, su pantalón de fantasía y su sombrero alón. Tenía los suecos más altos que de costumbre y retumbaron en los adoquines con cierta gallardía siniestra. Detrás de él se apersonó el Cara de Madera y el Tano Mussolino. Era imposible que no vinieran a presenciar ese duelo. Ambos tenían estampada en su cara la marca inconfundible del cuchillo de Oliverio Márquez. 
Al verlos llegar, la gente se reunió en la vereda para apiadarse del condenado. "Es que nadie sabe que muerto no es el que se entierra, sino el que camina con la muerte", pensó Oliverio Márquez con cierto rencor. Hacía tiempo que un bulto en el tórax le acordonaba la vida al enemigo más feroz del Paisano Díaz. El cáncer lo había llevado a la cúspide de la desesperación. Quiso seguir los pasos de su madre, pero desde niño sabía que la forma más honrosa de morir era a punta de cuchillo y no encontrado sin pena ni gloria en algún zaguán oscuro como un perro sin dueño.
-Un malevo debe morir con gloria- le había dicho la noche antes a una pupila del Petit Trianón.
Y ella se rió con tanta tristeza que lo hizo reflexionar.
-Ya se- le dijo Oliverio de mala gana -la muerte es una sola., lo mire por donde se lo mire.
La joven se levantó de la cama y se colgó un rosario en el cuello.
-Pide por mi libertad cuando estés allá- le dijo-. Y dile al diablo que Luis Migdal duerme sin guardaespaldas.
El Paisano Díaz caminó en su dirección con desgano, parecía que era él el que iba a morir. Y era así en realidad. Hacía tanto tiempo que odiaba a este hombre, que estaban hermanados por un rencor intenso. Tal era así, que ninguno de los dos concebía la vida sin el otro. La noche anterior, el Paisano le ofreció todos sus ahorros para que tomara el Porteño y recurriera al mejor médico de Buenos Aires. Pero no. Él muy orgulloso le había dicho: "mi hora está en tus manos, Paisano."
Los hombres se miraron con un respetuoso silencio antes de sacar el cuchillo e hincar sus rodillas en la vereda. Pelearían como siempre, el Paisano Díaz de frente y Oliverio Márquez de costado. Los cuchillos relampagueaban en ese atardecer de otoño. Se conocían de memoria. Oliverio más que nunca intentaba vencer a la muerte y el malevo Díaz honrar a su enemigo. Así, jadeantes y silenciosos, sus cuerpos se enredaron en un abrazo sin retorno. Entonces, el hombre que sabía que se iba a morir, escuchó a lo lejos el traqueteo del tranvía número veinte y sonrió feliz con la boca atragantada de sangre.
-¡Quien habría dicho que mi peor enemigo me iba a honrar con la muerte!
El Paisano Díaz, que nunca antes había llorado por nadie, no pudo ver con claridad al tranvía que se acercaba porque las lágrimas se lo impedían.
-¡Descansa compadre!- le dijo-. Descansa que ya llega para ti en tranvía número veinte.

Crónica de un compadrito, Gladys Mercedes Acevedo 
(cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, 2006).  Ilustración: César Acevedo

Rosa la bella

"Tu final no es el mío. Tu adiós no me ha sepultado nunca. He atrapado tus sonrisas en todas las jaulas de mi memoria. Ni las histor...