23 de mayo de 2017

El hombre de las cadenas de oro

A las nueve y treinta de la noche llegó como llegan los fantasmas desterrados de su propia tierra, con el espanto en los ojos y cuarteado de soledad. Desde la canoa adivinó la ciudad entre las sombras, confundiendo sus formas tenues con los recuerdos estériles de su padre. Se sentó en un barco a esperar el amanecer. El rebote constante del Paraná contra la costanera le revivió el sonido del destierro. Era una música conocida para él, por eso se limitó a espantarse los mosquitos de la cara y permaneció allí hasta que por fin se quedó dormido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Juan Cruz estuviera en Goya -diez años-, y acababa de cumplir los trece. No quedaba nada en su memoria. La misma isla que le había salvado la vida le fue devorando los escasos resabios de civilización. El monte pudo lo que ni siquiera su padre había logrado escribiendo el abecedario con una ramita en el suelo, en un vano intento por alfabetizarlo.
La naturaleza lo fue amaestrando de a poco. Lo fue acicalando a su modo y antojo. Era su hijo que iba siempre descalzo porque así leía mejor el retumbar de pisadas de nutrias o el culebreo de alguna yarará, el que jamás esquivaba el potente sol de las siestas correntinas, que le había aceitunado la piel al extremo e darle el aspecto de un anciano precoz. Tenía el pelo pajizo y largo, y se movía suavemente con la gallardía de las hojas de los sauces llorones.
Juan Cruz retomaba todas las mañanas el camino de su casa con una bolsa de pescado al hombro. Conocía de memoria ese retorno y a veces hasta caminaba con los ojos cerrados.
Allí lo esperaba el paisaje eterno: Sus once hermanos y su madre con el vientre abultado y una sonrisa triste acuchillada en su cara. No recordaba haberla visto feliz, ni siquiera cuando vivía Vicente Cruz, su padre. Él se reconocía en los ojos de anciano de sus hermanos y se preguntaba si no se habría demorado más de la cuenta y si en vez de un día no había tardado cincuenta años en regresar. Los niños le sonreían aliviados de verlo con vida. Él sacaba el surubí de la bolsa y los besaba. "Cuida bien de ellos", le había pedido su padre antes de morir. Y él lo prometió en silencio con un leve movimiento de cabeza, como lo hacían los árboles viejos, cuando daban su palabra. "Mira por tu madre también, ella es débil como toda mujer". Cuando él le dio su palabra, eran sólo tres. Pero la familia se fue agrandando y tuvo que pescar toda y cada una de las noches para alimentarlos.
El sol del amanecer le calentó la cara, hasta que lo despertó por completo. A una cuadra cantó un gallo y con su garganta dibujó de nuevo los contornos de la ciudad. Fue como una de esas tardes en que su padre lo sentaba en su regazo y resucitaba sus nostalgias. "Hay allí un montón de casas lindas y un muelle flotante en la misma costanera, y a la madrugada el olor del pan recién horneado es tan intenso que te estruja las tripas y te hace silbar un chamamé. Eso es Goya..., esa es mi tierra."
Había prometido a su padre regresar algún día.
-El sábado es la fiesta nacional del surubí- le dijo Apolodoro Fernández, su padrino-. Allí vienen gringos de todas partes con sus billeteras abultadas y sus amantes de turno.
A media mañana, Juan Cruz sintió el croar de sus tripas que no se parecía en nada al silbido de un chamamé. Tenía mucha hambre, y el asfalto comenzaba a sancochar sus pies descalzos. Por un instante tuvo miedo de ese mundo, hasta que miró a los árboles viejos y escuchó de nuevo el Paraná treparse corriente arriba.
La gente comenzó a llegar con sus críos.
Intentaba ganarse unas monedas abriendo la puerta de los autos. Sus hermanitos ya estarían esperando por él. Pero su padrino se había equivocado esta vez, ningún gringo parecía ser generoso y la romería lo iba pisoteando de a poco. Lo único que les importaba era lograr un lugar privilegiado en la costanera para mirar la salida de las lanchas.
A las doce en punto, el hambre le silbó un chamamé. "Mi padre nunca estuvo errado", pensó.
De pronto, su última esperanza se estacionó en la vereda. Era una lujosa cuatro por cuatro y de ella descendieron tres hombres vestidos con ropas deportivas. Uno de ellos llevaba el brazo cargado de gruesas cadenas de oro. Juan Cruz quedó sin aliento pensando en todo el pan que podría comprarse con ellas, hasta le sobraría para regalarse hermosos vestidos a su madre.
Pero el hombre ni lo miró. Estaba muy entretenido sacando sus cañas de pescar.
-Una moneda- le suplicó.
-No molestes muchacho- le dijo sin siquiera mirarlo.
El de las cadenas de oro llevaba la billetera abultada con diez mil dólares en el bolsillo, aunque también tenía una inútil moneda de un peso.
Las trescientas lanchas que participaban ese día ya estaban enfiladas para la largada y sus motores rugían de impaciencia. Juan Cruz sorteó con destreza el laberinto humano que se formaba alrededor de la costanera. Sus bolsillos estaban desesperados y sus ojos seguían fijos en el hombre de las cadenas de oro. "Si tan sólo me hubiese mirado", pensó el niño.
Las lanchas se abrieron a machetazos en el horizonte. Los tres gringos llevaban la delantera. Él les volvió a extender las manos, pero tampoco lo miraron. Sin embargo, rastreó por largo tiempo el culebreo dorado que destellaba indiferencia en medio del Paraná.
Los gringos fueron los primeros en llegar a la zona asignada. Les tocó una isla oscura cargada de lamentos extraños. El de las cadenas de oro se apartó del grupo y en seguida desplegó un arsenal de cañas de pescar. Sabía que el surubí atigrado gustaba de las aguas calmas y profundas. Deseaba pescarlo, no por el premio sino para alimentar su vanidad.
El atardecer se rindió en el medio del monte y unas estrellas pálidas colmaron el cielo correntino. La luna se fue agrandando de a poco como los malos pensamientos y los gritos de los animales hacían eco al canto agorero del suindá. El hombre jamás pensó que la naturaleza hablara, aunque le resultaba mucho más aterrador cuando invadía el silencio, porque parecía estar en espera de algo. Para la media noche, el calor se hizo insoportable y la mosquitada caía en bandadas.
De pronto, la caña pegó un cimbronazo en su mano. Se puso de pie, pero antes de poder afirmarse el Paraná lo fue arrastrando a sus fauces con una fuerza demencial. La orilla se acercaba. El hombre se cayó varias veces en el barro enredándose en la leña. Sintió sus piernas maneadas y el empalagoso río atragantando su garganta. Sabía a pescado crudo, a costras de tierra prehistórica, a sol tibio y a rabia. Entonces tuvo miedo. Sus toscas manos intentaron con desesperación desenredarlo, pero el agua se acercaba con furia. Intentó respira, pero el aire se había vuelto en su contra y se había secado por completo.
Antes de que el suindá cantara por tercera vez, el hombre de las cadenas de oro fue pescado. La noche recobró su belleza con una sombría y extraña calma, entonces todo fue silencio.
Juan Cruz conocía los lenguajes del agua. "El río está lleno de ecos" le dijo su padre. Pero él ya lo sabía, lo descubrió un día por casualidad en que no había pescado nada y se limitó a escuchar el golpeteo insistente que hacía una rama contra su canoa. Parecía que lloraba. Y otra noche de tormenta en que el Paraná gritaba corneando de rabia la barranca como un toro furioso.
Pero esa mañana, el río estaba feliz. Iba y venía dando saltitos cortos, como sus hermanos cuando él llegaba.
Juan Cruz despertó con el frío del rocío. No había logrado una mísera moneda y no quería regresar a su rancho con las manos vacías. Mientras caminaba por la orilla sus pies descalzos tropezaron con algo. La luz del amanecer aún no había aclarado del todo. Sus pies baqueanos tantearon un poco y supo al instante de qué se trataba: era el hombre de las cadenas de oro. Estaba boca abajo en la arena. El niño preocupado volteó su pesado cuerpo.
El gringo tenía los ojos muy abiertos, parecía hipnotizado por el espanto de la muerte. Juan Cruz lo miró desde su altura. Se sentía un gigante ante el muerto que no cesaba de mirarlo, como alguien que mira algo por primera vez en su vida.
El lamento de su barriga de nuevo le silbó un chamamé. Recién entonces se atrevió a revisar su bolsillo. El hombre tenía una billetera muy gorda muy abultada con diez mil dólares y una inútil moneda de un peso. Tomó la moneda. Mientras caminaba escuchó la alegría del río, y sonrió feliz porque en ese mismo instante fue consciente de que el hombre de las cadenas de oro jamás dejaría de mirarlo.
El hombre de las cadenas de oro, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Argentina, febrero 2007). Ilustración: Cesar Acevedo

19 de mayo de 2017

Ángeles de lata


A Octavio Montalbán le bastó caminar quince minutos por la peatonal Córdoba para comprender de qué se trataba el infierno. Era domingo y enero chorreaba lento al mediodía, como un espeso caldo de lava ardiente. Y él, que cada lunes para llegar a su oficina debía abrirse camino a codazos en esa jungla de bostezos y resacas domingueras, pensó que así debía ser el infierno. Nadie había, ni siquiera un perro vagabundo a quien acariciar. Sólo el enorme imperio solitario de baldosas olvidadas y de comercios cerrados le precedía el paso. Por un momento estuvo tentado de maldecir en voz alta a ese calor del demonio, como le gustaba hacerlo en su casa. Pero no lo hizo. Muy por el contrario, se rio de su propia desgracia. Enfundado en su ropa cara, más que nunca, se sintió un paria de la sociedad. Sabía de memoria lo que le esperaba, estaba tan sólo a quince minutos exactos de su condena diaria: la soledad del décimo "B". Ni siquiera pensar en el reconfortante aire acondicionado o la gaseosa fresca, le bastó para alejar la angustia de su cuerpo. Allí no habría críos gritando, ni mujeres dirigiendo con exquisita orquesta de platos dominicales. Ese mundo estaba del otro lado, y a su edad, ya le parecía imposible desentrañar sus coordenadas.
En eso pensaba Octavio Montalbán, cuando el niño se le apareció de la nada. Iba tan ensimismado en sus pensamientos que por poco lo atropella. Al verlo comprendió que nadie que estuviera en su sano juicio le creería. El pequeño estaba vestido con un oxidado traje de latas y lo que era peor, tenía unas alas raquíticas en su espalda. El ejecutivo hizo lo que siempre hacía en esas ocasiones en que tomaba demás y el mundo le parecía caótico mejunje estelar. Abrió y cerró los ojos varias veces. Pero el niño seguía parado frente a él, con sus bucles tiernos y su mirada de serafín desorientado.
A los sesenta y tres, Octavio nunca pensó que los ángeles existieran de verdad, o de existir, debían estar en un punto lejano a salvo de las inquietudes de los hombres. Además, este diminuto ser no encajaba con la descripción que de pequeño le venían martillando con frescos de Miguel Ángel y óleos de Tiepolo. Más bien era negrito, feo y maloliente. Sin embargo, era un ángel..., un ángel de lata y además hablaba:

-Cómpreme una revista, un peso es pal' que la vende- dijo.

A Octavio Montalbán, que en su vida no había tenido tiempo para sembrar ni el amor ni el odio, se le derritió la mirada. 

La peatonal seguía siendo un hervidero de baldosas calientes, y a esa hora no había una mísera sombra en donde refugiarse. El ángel, de no más de seis años, estaba descalzo y un pie auxiliaba al otro con un delicado equilibrio. Aunque le pareció extraño que un angelito debiera vender revistas para ganarse la vida, lo tomó como un defecto lógico de ese caótico mejunje estelar del cual él también participaba. Le acarició los bucles y le dijo: "Tomá cien pesos para el primer ómnibus al cielo." Pero el niño no se iba y ni siquiera intentaba aletear, parecía un guerrero medieval cocinándose en su armadura. Tenía los ojos muy abiertos, como si buscara algo con desesperación.

-¿Qué buscás?- le preguntó.

-Tóqueme la armadura- le dijo por toda respuesta.

Al hombre le bastó con tocar el gastado traje de latas para leer sus deseos, el niño buscaba una sola cosa: una sombra en la cual refugiarse.

De pronto, la piel del niño se encarnó en la suya y sus pensamientos se entrecruzaron. Fue en ese instante en que Octavio Montalbán, el ejecutivo solitario, formó parte del todo: del aire y de los profundos mares; de los pétalos de rosas pariendo ante el sol; fue raíz seca y calor; sintió el estremecimiento sublime de la vida después de la muerte; voló junto a un enjambre de golondrinas que regresaban a Goya desde San Juan de Capistrano; fue maíz y fue tierra a la vez; observó al mundo desde la altura de una jirafa centenaria y desde una hormiga al borde de la muerte; formó parte de la música vocal y el baile lakalaka; estuvo encerrado en una botella del décimo "B", descarnándose de soledad por el resto de los tiempos, sufriendo el calor infernal de ese mediodía yermo, hasta que al fin comprendió por qué se había cruzado con el niño. Entonces regresó allí, a la peatonal Córdoba, a ese encuentro efímero y a esos ojos que no cesaban de mirarlo.

El ángel le habló con una voz tan hermosa que eclipsó a la de las sirenas y estremeció los cimientos del Monumento a la Bandera.

-Estamos aquí para vencer a nuestra naturaleza.

Octavio Montalbán estrujado hasta el tuétano, no tanto por la contundencia de esa voz angelical, sino por la terrible revelación que acababa de experimentar, lloró como un niño. Lloró tanto, que sus lágrimas comenzaron a formar un charco, en el que el serafín refrescaba con ganas su armadura de latas.

Parado en ese desierto calcinante que era la peatonal a esa hora, el ejecutivo tuvo otra visión atroz: la sombra. Allí estaba, detrás de una cabina telefónica, con la respiración asustada y los ojos muy abiertos, espiando cómo se bañaba el niño. En ese instante, a Octavio Montalbán le pareció mentira que hubiese tenido que vivir tantos, pero tantos años, para comprender que la sombra era la República Argentina.

Ángeles de lata, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Arg. 2006). Ilustración: César Acevedo





18 de mayo de 2017

El trapo rojo

 El primero llegó un martes, como todas las cosas importantes que habían llegado a su vida. El niño nunca supo de dónde había venido, pero por su forma cansada de caminar, se imaginó que había llegado desde muy lejos, más lejos que la misma Goya, el lugar donde había nacido y que le parecía que estaba del otro lado del mundo.
Aunque era muy viejo, extrañamente el anciano no ostentaba esa barba blanca y fina que caracterizaba a los muy ancianos. Ni siquiera tenía esa barbita raída y desprolija que lucían los mendigos, quienes por esa época pululaban por la estación Rosario Norte. Su piel era un pergamino desojado por el tiempo y en vez de barba lucía unas manchas marrones por casi toda la cara.
Habría sido un mendigo más que llegaba desde lugares ignotos, a no ser por ese enorme baúl que apenas arrastraba a sus espaldas. El anciano despedía un extraño olor a flores marchitas y su desnudes estaba cubierta por una montonera de trapos rojos, como si alguien lo hubiera vestido de mala gana. Ese día, cuando se cruzaron con él en la vereda del conventillo, la madre del niño lo miró con piedad, pero en los días siguientes, al ver que todavía continuaba allí, su mirada se había transformado en desprecio.
El baúl que arrastraba estaba lleno de remiendos con clavos que sobresalían y llamaba la atención por su gran tamaño, que casi igualaba la altura del pequeño de seis años y por lo ancho no pasaba las puertas de la estación. El armatoste lucía un candado del tamaño de una mano y apenas se adivinaba su antiguo color de origen, el sepia.
Un bicho raro ha caído de nuevo a Pichincha –dijo el padre del niño-. Y apenas en noviembre nos libramos de esa romería de tristes crónicos que invadieron a Rosario. Esto ya no parece una ciudad decente, parece un purgatorio de menesterosos. 
-Es el Paraná que trae a todos los desperdicios del mundo –dijo la mujer con algo que pareció ser una risa.
-Nada de eso, mujer –contestó indignado-. Es que aquí no sólo es el paraíso prostibulario más grande de la Argentina, sino también el de la tolerancia. Cualquier mendigo mugroso con sólo sentarse en un banco, ya es dueño de él.
-Pobre hombre –se apiadó la mujer-.
-¡Que pobre hombre ni que ocho cuartos! El muy desfachatado no tiene ni para comer y se ha atrevido a preguntarme cuál era mi deseo para esta navidad
-¿Y qué le contestaste?- se rio ella.
  - Lo que se le puede contestar a un loco-dijo-. Un baúl repleto de plata y otro repleto de mierda.
-¿Y entonces? –preguntó la madre del niño.
-Y entonces, él me miró como si el loco fuera yo.
  Por esa época, los grupos de jóvenes siesteaban por el barrio de Pichincha caminando por sobre los rieles del tren. Les gustaba arrojar cascotes a los mendigos y en especial al que habían apodado, El Trapo Rojo. El hombre, en cambio, devolvía los insultos con una gran mirada de bondad.
Trapo Rojo no estaba solo. A los tres días de su llegada, arribó otro y luego otro, hasta que eran tantos que la estación, Rosario Norte quedó chica para albergarlos. Todos los ancianos se parecían. Y siempre llegaban arrastrando esos extraños baúles que parecían pesar toneladas.
El niño seguía yendo a la estación, aunque estaba preocupado por su padre que andaba desquiciado, porque estaban a punto de echarlos del conventillo donde vivían. 
-¡Esos Trapos Rojos!- maldecía-. Sólo han traído miseria a Pichincha. Un día de estos prenderé fuego a esos baúles mugrientos, para ver si así me cambia la suerte y consigo trabajo.
  Cuando se aproximaban las fiestas navideñas, los ancianos se acercaban a los niños y les preguntaban que deseaban que les trajera el Niño Dios. Algunos les respondían con burlas, otros con escupitajos, pero él era el único que, sin esperanzas de recibir el preciado regalo de navidad, les contestaba con amabilidad.
-Un carro de bomberos, señor –le decía.
Y El Trapo Rojo asentía. A veces, parecían estar muy tristes, especialmente los días 24 de diciembre, cuando la gente pasaba muy cerca de ellos sin siquiera mirarlos. Todos los Trapos Rojos partían con rumbos desconocidos. El niño se imaginaba que regresaban a sus hogares. El único que se quedaba en la estación era el primero que había llegado a Pichincha hacía cuatro años.
Al año siguiente regresaban de nuevo arrastrando sus baúles prehistóricos.
-¡Han llegado de nuevo! – decía el hombre -. Señal de que mi suerte no va a cambiar. Son como pájaros de mal agüero, otro año más sin trabajo. 
  Año tras año, el niño seguía pidiendo juguetes y toda clase de regalos: un par de zapatillas, un tranvía con sus dos caballos de tiro, un auto. Se quedó maravillado cuando los primeros autos llegaron a Rosario. Los días domingo, la gente paqueta se paseaba en ellos, sin mirar a nadie. A su padre no le había cambiado la suerte. Por el contrario, pareció empeorarse. En vísperas de esa Navidad los habían echado a la calle. 
  Ese día había llovida tanto, que debieron refugiarnos en la estación de trenes. El Trapo Rojo estaba allí. Era el único que había quedado. Los demás habrían ido a visitar a sus familias. Él los reconoció y los miró con alegría. Pero el padre del niño estaba muy enojado. Los agarró a su madre y a él de la mano y los llevó a un lugar más apartado. El mendigo, una vez más, pasaría solo su Navidad. 
  La familia comió el pollo frío que había sobrado de la noche anterior junto con unas rodajas de pan. El niño se guardó un poco en su bolsillo y, cuando pudo escaparse, le convidó un pedazo al anciano.
Al día siguiente, el viejo ya no estaba. En su lugar, tres enormes baúles brillaban con un resplandor extraño y ya ninguno tenía parches ni clavos que sobresalieran. Lo buscó por toda la estación. Se adentró en Pichincha y preguntó por todos los prostíbulos si no lo habían visto. La madama de El Petit Trianón se burló de él.
- El Trapo Rojo te ha dejado tu regalo.
Regresó al mediodía a la estación. Era martes y hacía mucho calor. Encontró a su padre llorando por sus desgracias y aprovechó ese momento de vulnerabilidad para pedirle que lo ayudara a abrir los baúles. El de la izquierda dejaron para lo último porque olía mortal. El primero contenía todos los juguetes que el niño había pedido a lo largo de todos esos años: el carro de los bomberos, las zapatillas, el tranvía con sus dos caballos y el auto. El segundo y el tercero eran para su padre: un baúl repleto de plata y el otro de mierda.



 El trapo rojo, Gladys M Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado",  Rosario, Arg. 2005). Ilustración: César Acevedo

Rosa la bella

"Tu final no es el mío. Tu adiós no me ha sepultado nunca. He atrapado tus sonrisas en todas las jaulas de mi memoria. Ni las histor...