No es casual que la vida de las personas se ligue para siempre a los hechos y
circunstancias que les ha tocado vivir en la infancia. A veces son hechos
aparentemente insignificantes o cotidianos para un adulto. Sin embargo, la
mirada de un niño tiene la facultad de encapsular todo en su memoria o de
dimensionar lo pequeño o quizás darles a las cosas la importancia que en
realidad se merecen. No soy yo la excepción. Desde los cuatro años de un remoto 10 de noviembre me he quedado marcada o ligada
para siempre a las golondrinas. Desde entonces tengo la costumbre de buscarlas
con la mirada en cualquier parte del mundo. De grande me he enterado que ellas
regresan siempre desde San Juan de Capistrano (California) a la ciudad de Goya.
De alguna manera estos pájaros produjeron en mi un impacto tan grande, desde la
primera vez que las vi regresar oscureciendo el cielo goyano por completo con
su bullicio y planeo insistente, que no me explicaba cómo mi madre no se
impactaba de la misma forma. Nunca sabré si fueron las circunstancias
personales que rodearon a ese peculiar día (mi padre terminaba de abandonarnos
dejando a mi madre por su mejor amiga) lo que hizo que esa bandada de
golondrinas me atrapase para siempre, a tal punto que fueron el puntapié inicial
para que escribiera mi primer novela El Secreto de las Golondrinas. Hoy en un
bar de Rosario decorado con coloridos peces me las he cruzado de nuevo. Están
acampando por encima de mi cabeza y desde el gran ventanal del bar escucho su
bullicio alegre y veo su planeo incansable devorando los espacios por encima
del Paraná, quizás oteando ese horizonte que las espera. Ese camino
impredecible y largo hasta San Juan de Capistrano en California. Ellas saben de
memoria cuál es su vuelo circular: Goya y California. De algún modo corren con
ventaja con respecto a los hombres al saber con exactitud cuál es su camino por
recorrer.
Por Gladys Mercedes Acevedo