18 de mayo de 2017

El trapo rojo

 El primero llegó un martes, como todas las cosas importantes que habían llegado a su vida. El niño nunca supo de dónde había venido, pero por su forma cansada de caminar, se imaginó que había llegado desde muy lejos, más lejos que la misma Goya, el lugar donde había nacido y que le parecía que estaba del otro lado del mundo.
Aunque era muy viejo, extrañamente el anciano no ostentaba esa barba blanca y fina que caracterizaba a los muy ancianos. Ni siquiera tenía esa barbita raída y desprolija que lucían los mendigos, quienes por esa época pululaban por la estación Rosario Norte. Su piel era un pergamino desojado por el tiempo y en vez de barba lucía unas manchas marrones por casi toda la cara.
Habría sido un mendigo más que llegaba desde lugares ignotos, a no ser por ese enorme baúl que apenas arrastraba a sus espaldas. El anciano despedía un extraño olor a flores marchitas y su desnudes estaba cubierta por una montonera de trapos rojos, como si alguien lo hubiera vestido de mala gana. Ese día, cuando se cruzaron con él en la vereda del conventillo, la madre del niño lo miró con piedad, pero en los días siguientes, al ver que todavía continuaba allí, su mirada se había transformado en desprecio.
El baúl que arrastraba estaba lleno de remiendos con clavos que sobresalían y llamaba la atención por su gran tamaño, que casi igualaba la altura del pequeño de seis años y por lo ancho no pasaba las puertas de la estación. El armatoste lucía un candado del tamaño de una mano y apenas se adivinaba su antiguo color de origen, el sepia.
Un bicho raro ha caído de nuevo a Pichincha –dijo el padre del niño-. Y apenas en noviembre nos libramos de esa romería de tristes crónicos que invadieron a Rosario. Esto ya no parece una ciudad decente, parece un purgatorio de menesterosos. 
-Es el Paraná que trae a todos los desperdicios del mundo –dijo la mujer con algo que pareció ser una risa.
-Nada de eso, mujer –contestó indignado-. Es que aquí no sólo es el paraíso prostibulario más grande de la Argentina, sino también el de la tolerancia. Cualquier mendigo mugroso con sólo sentarse en un banco, ya es dueño de él.
-Pobre hombre –se apiadó la mujer-.
-¡Que pobre hombre ni que ocho cuartos! El muy desfachatado no tiene ni para comer y se ha atrevido a preguntarme cuál era mi deseo para esta navidad
-¿Y qué le contestaste?- se rio ella.
  - Lo que se le puede contestar a un loco-dijo-. Un baúl repleto de plata y otro repleto de mierda.
-¿Y entonces? –preguntó la madre del niño.
-Y entonces, él me miró como si el loco fuera yo.
  Por esa época, los grupos de jóvenes siesteaban por el barrio de Pichincha caminando por sobre los rieles del tren. Les gustaba arrojar cascotes a los mendigos y en especial al que habían apodado, El Trapo Rojo. El hombre, en cambio, devolvía los insultos con una gran mirada de bondad.
Trapo Rojo no estaba solo. A los tres días de su llegada, arribó otro y luego otro, hasta que eran tantos que la estación, Rosario Norte quedó chica para albergarlos. Todos los ancianos se parecían. Y siempre llegaban arrastrando esos extraños baúles que parecían pesar toneladas.
El niño seguía yendo a la estación, aunque estaba preocupado por su padre que andaba desquiciado, porque estaban a punto de echarlos del conventillo donde vivían. 
-¡Esos Trapos Rojos!- maldecía-. Sólo han traído miseria a Pichincha. Un día de estos prenderé fuego a esos baúles mugrientos, para ver si así me cambia la suerte y consigo trabajo.
  Cuando se aproximaban las fiestas navideñas, los ancianos se acercaban a los niños y les preguntaban que deseaban que les trajera el Niño Dios. Algunos les respondían con burlas, otros con escupitajos, pero él era el único que, sin esperanzas de recibir el preciado regalo de navidad, les contestaba con amabilidad.
-Un carro de bomberos, señor –le decía.
Y El Trapo Rojo asentía. A veces, parecían estar muy tristes, especialmente los días 24 de diciembre, cuando la gente pasaba muy cerca de ellos sin siquiera mirarlos. Todos los Trapos Rojos partían con rumbos desconocidos. El niño se imaginaba que regresaban a sus hogares. El único que se quedaba en la estación era el primero que había llegado a Pichincha hacía cuatro años.
Al año siguiente regresaban de nuevo arrastrando sus baúles prehistóricos.
-¡Han llegado de nuevo! – decía el hombre -. Señal de que mi suerte no va a cambiar. Son como pájaros de mal agüero, otro año más sin trabajo. 
  Año tras año, el niño seguía pidiendo juguetes y toda clase de regalos: un par de zapatillas, un tranvía con sus dos caballos de tiro, un auto. Se quedó maravillado cuando los primeros autos llegaron a Rosario. Los días domingo, la gente paqueta se paseaba en ellos, sin mirar a nadie. A su padre no le había cambiado la suerte. Por el contrario, pareció empeorarse. En vísperas de esa Navidad los habían echado a la calle. 
  Ese día había llovida tanto, que debieron refugiarnos en la estación de trenes. El Trapo Rojo estaba allí. Era el único que había quedado. Los demás habrían ido a visitar a sus familias. Él los reconoció y los miró con alegría. Pero el padre del niño estaba muy enojado. Los agarró a su madre y a él de la mano y los llevó a un lugar más apartado. El mendigo, una vez más, pasaría solo su Navidad. 
  La familia comió el pollo frío que había sobrado de la noche anterior junto con unas rodajas de pan. El niño se guardó un poco en su bolsillo y, cuando pudo escaparse, le convidó un pedazo al anciano.
Al día siguiente, el viejo ya no estaba. En su lugar, tres enormes baúles brillaban con un resplandor extraño y ya ninguno tenía parches ni clavos que sobresalieran. Lo buscó por toda la estación. Se adentró en Pichincha y preguntó por todos los prostíbulos si no lo habían visto. La madama de El Petit Trianón se burló de él.
- El Trapo Rojo te ha dejado tu regalo.
Regresó al mediodía a la estación. Era martes y hacía mucho calor. Encontró a su padre llorando por sus desgracias y aprovechó ese momento de vulnerabilidad para pedirle que lo ayudara a abrir los baúles. El de la izquierda dejaron para lo último porque olía mortal. El primero contenía todos los juguetes que el niño había pedido a lo largo de todos esos años: el carro de los bomberos, las zapatillas, el tranvía con sus dos caballos y el auto. El segundo y el tercero eran para su padre: un baúl repleto de plata y el otro de mierda.



 El trapo rojo, Gladys M Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado",  Rosario, Arg. 2005). Ilustración: César Acevedo

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