9 de agosto de 2017

Irupé

Tupã la miró tres veces, esa era su forma de mirar cuando algo en la tierra le llamaba la atención. La joven estaba sentada sobre una roca y por su actitud serena parecía que esperaba a alguien. Era extremadamente bella. Hasta el mismo dios no pudo evitar removerse inquieto en su trono y volver a entonar aquella vieja canción de los mortales, la única que le hacía recordar el destino de los amores desventurados.


Mientras se peinaba el cabello, ella se movía lentamente sobre la piedra, como si escuchara el canto de Tupã, como si comprendiera su extremada soledad. El dios removió su melena dorada y alzó la voz, para que ella lo amara aún más. Pero la joven dejó de escucharlo, dejó de moverse y se puso de pie. La tarde se desmayaba lenta en el horizonte, adormecida por el sonido de la naturaleza que imploraba la noche. De pronto, la espera de la joven cesó. Tupã ya no tuvo dudas, porque ella estiró los brazos temblorosos hacia un punto definido del universo. Era la luna a quien esperaba.

El dios carraspeó nervioso en su asiento de marfil, nuca antes se había sentido tan diminuto y feo. Él, que había creado el caos en el universo y luego puesto orden en un abrir y cerrar de ojos, como si el mundo no fuera más que un juego de ajedrez maleable a su capricho e imaginación. Se sentía ofendido, dolido y furioso. Si hasta parecía un renacuajo inútil, paseándose por su perfecta creación. ¡Él, que había tomado la precaución de no cruzar la casta de dioses con la casta de los mortales, porque sencillamente le parecía un acto detestable!

La joven aún seguía allí, inmóvil, porque sólo tenía ojos para la luna. Sonreía con la expresión alelada de los enamorados, mientras que su belleza eclipsaba todo intento de olvido y sumergía a Tupã en un abismo indescriptible. “El amor es como cruzar por la Laguna Estigia”, pensó él en voz alta. Ella estiró las manos en un gesto de súplica y el dios pensó que por fin había reparado en él. Pero no. Sus dedos temblorosos acariciaban el contorno plateado de la luna, como si con ese simple acto consumara su amor desventurado. Él, consternado, arrojó una nube negra sobre la luna y a la noche siguiente otra, y luego otra… Hasta que ella, en el afán de verla, se trepó a los árboles más altos, a la montañas más grandes. Pero pasaban los días y la luna seguía ensombrecida por esa densa nube negra. Desesperanzada, la joven comenzó a caminar pensando que la encontraría al final del camino.

Recorrió al derecho y al revés los continentes, hasta que al fin cayó exhausta a la vera de la laguna Iberá.

-Tupã, si eres un dios poderoso por qué no me devuelves a mi amor.
El dios se retorció de orgullo en su trono de marfil antes de contestar despechado.
-La luna siempre estuvo al alcance de tus manos, niña insolente –le dijo-. Y dios no interviene en el amor.

Ya repuesto su ego, Tupã suavizó sus palabras: “búscala donde menos esperes encontrarla”.

Entonces, la joven comenzó a buscarla en el silencio de la noche, en el canto de los pájaros y hasta en la luz del amanecer. La encontró, efectivamente, donde menos lo esperaba: en la lagua Iberá.

Estaba más brillante que nunca, acunada en el lecho verdoso de la laguna. La joven estiró los brazos para acariciarla y la luna se desmembró en cientos de ondas expansivas. Al fin estaban juntos, aunque por un instante ella temió que la dejara nuevamente. Y se zambulló en el agua mansa.

Tupã, observó horrorizado desde su enorme imperio solitario. La joven no salía y, en su lugar, la luna resplandecía con una palidez mortal. El dios se estremeció de dolor en su asiento, mientras que una enorme lágrima se la escapaba reventando en la laguna. Entonces con su vozarrón de mando ordenó: “¡Hágase el irupé!”

Por un instante la joven volvió a flotar, parecía que quería abrazar a la luna. Pero fue ella quien la abrazó. Y el irupé se hizo, ante las lágrimas de un dios desesperado. 

Irupé, cuento de Gladys Mercedes Acevedo. Ilustración de Fernando Montoya



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"Tu final no es el mío. Tu adiós no me ha sepultado nunca. He atrapado tus sonrisas en todas las jaulas de mi memoria. Ni las histor...