30 de noviembre de 2017

Rosa la bella

"¿En qué otro pueblo?- le preguntó la curandera- ¿en qué otro mundo usted ha visto que la gente muere de felicidad y no de pena?
Pero Rosa la Bella, no le contestó. Hacía tiempo que nadaba en los vientos de la incertidumbre desde aquel remoto día en que un ventarrón del demonio la levantó de Macondo tratando de elevarla hasta el cielo."

Fragmento de Rosa La Bella no fue al cielo.Gladys Mercedes Acevedo (2017).Todos los derechos reservados.

6 de septiembre de 2017

El Pombero

El sol se intensificó en octubre y también el calor, el mismo que me acompañó durante toda la vida y que en ocasiones llegó a achicharrar mi inmenso sobrero de paja.
Esa siesta marché al pueblo, abriéndome camino a machetazos. Los del otro lado piensan que una póra tiene la capacidad para trasladarse de un lugar a otro con la facilidad de un pestañeo, pero no es así. A veces ni siquiera podemos llegar, porque las distancias co son engañosas. Un horizonte está aquí nomás a la vuelta de la esquina y sin embargo, hay tantos horizontes, tantas encrucijadas, como embalsados en el Iberá. La experiencia no sirve para estos casos, sobre todo a mí, que tengo debilidad por la sombra y que cualquier sauce me puede. Se supone que el astro es mi mejor aliado para raptar niños y que las siestas me seducen, en cambio el sol, el que te chamusca la piel debajo del sombrero, el que te quita la voluntad y te adormece los pensamientos, es mi peor enemigo.
Los del otro lado piensan que sol el dueño del sol, en cambio no soy más que su servil esclavo. El que siempre anda buscando, aquí y allá, los pedacitos de sombra para esconderse y lo hago a medias, porque al fin de cuentas, nada más poderoso que el sol.
Como todos los años, el pueblo de Carlos Pellegrini me espera. Sacan las mesas en el patio de tierra, al amparo de los árboles más frescos. Durante semanas hombres y mujeres preparan banquetes descomunales para recibirme. En él, los más valientes y los más gulas se debaten en un gran atragantamiento colectivo, cuyo ganador tendrá el honor de sentarse a mi diestra. Otros, en cambio, tratan de ganarse mi amistad pronunciando mi nombre en voz baja, como señal de respeto y me regalan tabaco a cambio de favores, casi imposibles de cumplir por póras, demonios y dioses. Los niños y las madres están alertas durante todo el almuerzo, pero al menor descuido sé que intentarán revisar la bolsa que siempre llevo en mi hombro o que se probarán mi inmenso sombrero de alas anchas. Las burlas se hacen a mis espaldas y yo, como siempre, finjo no verlas. Es que me dan pena los mitacitos de Carlos Pellegrini, son tan pequeños y ya tiene la cara tajeada de monte y los pies tan anchos como los míos, de tanto andar descalzo.
El calor de octubre me cocina a fuego lento. Estoy a la vera del horizonte y la hora de la siesta se aproxima. Veo la laguna inmóvil atragantarse de juncos y de sol. Decido no caminar. Una póra tiene esas ventajas. Me sumerjo en los esteros y mi cuerpo, al contacto con el agua tibia, se va desmembrando en cientos de ondas, hasta que choco con una rama y su corteza me estaquea y de pronto soy un tronco de birá-pitá con un gran sombrero de alas anchas. El agua está mansa y retrasa mi arribo por siete días. Llego, no tanto por mi perseverancia, sino por la cortesía de la risa de un niño que me guía hasta allí, como una brújula divina. Pienso en la frase que siempre decía mi abuelo ante situaciones imposibles de manejar: “El Señor sabe lo que hace”. Eso fue lo último que dijo antes de hundirse sin pena ni gloria en los pantanos del Iberá.
Allí están como siempre los longevos prehistóricos, los niños tajeados de monte, los hombres con su andar de águila, las mujeres de risas preñadas. Todos están enfundados en sus desteñidos trajes de domingo. Entre risa y risa miran de reojo la mesa, se mueren por incarle el diente al costillar de asado, a los pavos panzones, a los huevos frescos. Pero nadie lo hace. El Gran Banquete de octubre comenzará con mi llegada. Otean con ansiedad el horizonte, buscan la vara gastada, el sombrero ancho, mi cuerpo flaco y mi rostro barbudo cuarteado de soledad.
Pero allí no hay nada, y nadie es capaz de reparar en el tronco solitario que se aproxima a sus espaldas. Ni siquiera ven el sombrero de paja, al que creen con un poder descomunal. Yo también los miro ansioso. Yo también rastreo una cara con el mismo desenfrenado interés. Yo busco a la Rosaura Morales, la joven con la que alguna vez unimos juntos el calor del sol, con el calor de mi soledad. Pero no está aquí, ni en ningún otro pueblo. Dicen que huyó avergonzada de llevar en su vientre al hijo del Pombero, mi hijo.
Y de pronto Juan Morales repara en el tronco de birá-pitá. Me arrastra hasta la costa, me quita el sombrero, se lo pone y toma un hacha.
He sido cortado en cientos de pedazos para la leña de la noche. En mi mente sólo hay una idea constante: “Aquel hombre de corazón puro, aquel que me convide su tabaco sin pedir nada a cambio, será quien tenga mi favor”.
La noche se hace carne en los esteros. Hace frío. Juan Morales prende el fuego. Mi cuerpo arde y los niños junto a un anciano prehistórico se aproximan a mí. En el suelo descansa mi sombrero. Muy pocas veces me he separado de él. El anciano se agacha, toma un tizón y prende su cigarro. Comprendo su mirada. Vuelve a arrimar el tizón a su cigarro. Me está convidando su tabaco sin pedir nada a cambio. El sabor es delicioso y hace tanto que no fumo. Un niño le pone el sombrero al anciano y él toma una vara gastada. Su cuerpo es raquítico, su barba blanca y su cara está cuarteada de soledad. Comprendo su mirada. Él sólo soñaba con ser el Pombero. Mi cuerpo se desintegra en cenizas bañando su membrana arcaica. Su mirada se transforma. El gentío aún busca en el horizonte y las mesas siguen intactas, oscurecidas por un enjambre de moscas. Nadie repara en el viejo, ni siquiera en su inmenso sombrero de alas anchas. Nadie ve alejarse al Pombero. 

El Pombero, cuento de Gladys Mercedes Acevedo



9 de agosto de 2017

Irupé

Tupã la miró tres veces, esa era su forma de mirar cuando algo en la tierra le llamaba la atención. La joven estaba sentada sobre una roca y por su actitud serena parecía que esperaba a alguien. Era extremadamente bella. Hasta el mismo dios no pudo evitar removerse inquieto en su trono y volver a entonar aquella vieja canción de los mortales, la única que le hacía recordar el destino de los amores desventurados.


Mientras se peinaba el cabello, ella se movía lentamente sobre la piedra, como si escuchara el canto de Tupã, como si comprendiera su extremada soledad. El dios removió su melena dorada y alzó la voz, para que ella lo amara aún más. Pero la joven dejó de escucharlo, dejó de moverse y se puso de pie. La tarde se desmayaba lenta en el horizonte, adormecida por el sonido de la naturaleza que imploraba la noche. De pronto, la espera de la joven cesó. Tupã ya no tuvo dudas, porque ella estiró los brazos temblorosos hacia un punto definido del universo. Era la luna a quien esperaba.

El dios carraspeó nervioso en su asiento de marfil, nuca antes se había sentido tan diminuto y feo. Él, que había creado el caos en el universo y luego puesto orden en un abrir y cerrar de ojos, como si el mundo no fuera más que un juego de ajedrez maleable a su capricho e imaginación. Se sentía ofendido, dolido y furioso. Si hasta parecía un renacuajo inútil, paseándose por su perfecta creación. ¡Él, que había tomado la precaución de no cruzar la casta de dioses con la casta de los mortales, porque sencillamente le parecía un acto detestable!

La joven aún seguía allí, inmóvil, porque sólo tenía ojos para la luna. Sonreía con la expresión alelada de los enamorados, mientras que su belleza eclipsaba todo intento de olvido y sumergía a Tupã en un abismo indescriptible. “El amor es como cruzar por la Laguna Estigia”, pensó él en voz alta. Ella estiró las manos en un gesto de súplica y el dios pensó que por fin había reparado en él. Pero no. Sus dedos temblorosos acariciaban el contorno plateado de la luna, como si con ese simple acto consumara su amor desventurado. Él, consternado, arrojó una nube negra sobre la luna y a la noche siguiente otra, y luego otra… Hasta que ella, en el afán de verla, se trepó a los árboles más altos, a la montañas más grandes. Pero pasaban los días y la luna seguía ensombrecida por esa densa nube negra. Desesperanzada, la joven comenzó a caminar pensando que la encontraría al final del camino.

Recorrió al derecho y al revés los continentes, hasta que al fin cayó exhausta a la vera de la laguna Iberá.

-Tupã, si eres un dios poderoso por qué no me devuelves a mi amor.
El dios se retorció de orgullo en su trono de marfil antes de contestar despechado.
-La luna siempre estuvo al alcance de tus manos, niña insolente –le dijo-. Y dios no interviene en el amor.

Ya repuesto su ego, Tupã suavizó sus palabras: “búscala donde menos esperes encontrarla”.

Entonces, la joven comenzó a buscarla en el silencio de la noche, en el canto de los pájaros y hasta en la luz del amanecer. La encontró, efectivamente, donde menos lo esperaba: en la lagua Iberá.

Estaba más brillante que nunca, acunada en el lecho verdoso de la laguna. La joven estiró los brazos para acariciarla y la luna se desmembró en cientos de ondas expansivas. Al fin estaban juntos, aunque por un instante ella temió que la dejara nuevamente. Y se zambulló en el agua mansa.

Tupã, observó horrorizado desde su enorme imperio solitario. La joven no salía y, en su lugar, la luna resplandecía con una palidez mortal. El dios se estremeció de dolor en su asiento, mientras que una enorme lágrima se la escapaba reventando en la laguna. Entonces con su vozarrón de mando ordenó: “¡Hágase el irupé!”

Por un instante la joven volvió a flotar, parecía que quería abrazar a la luna. Pero fue ella quien la abrazó. Y el irupé se hizo, ante las lágrimas de un dios desesperado. 

Irupé, cuento de Gladys Mercedes Acevedo. Ilustración de Fernando Montoya



26 de julio de 2017

La medusa en la jaula

El fuego era lo peor. Candente, asfixiante, como si el vientre de los volcanes estuviera en constante gestación o el mismo Satanás avivara el infierno. Pero no, era la siesta en el Hospital de Alienados de Tucumán y aunque estaban en abril, los guardias que custodiaban a la Flor de la Mafia chapaleaban en su propio sudor. Sin embargo, Ágata Cruz Galiffi no sentía calor. Estaba inmóvil en su jaula de un metro ochenta de largo por uno veinte de ancho, mirando hacia un punto incierto de la pared. La joven tenía el pelo negro muy abultado y parecía una estatua de mármol perfectamente lograda, como si el mismo Miguel Ángel, conmovido por su belleza casi salvaje, hubiese descendido para inmortalizarla en su celda. Los guardias sabían a la perfección que todo era un engaño, que había fuego en esos ojos verdes y que lanzaba destellazos como una medusa despechada. El mismo Santiago mármol, su guardiacárcel, había sufrido terribles quemaduras en sus entrañas: se había enamorado. Y todo fue simplemente por mirarla de frente. Es que el hombre era sincero y no conocía otra forma de mirar. De pronto la medusa despertó de su letargo y habló con una voz ronca que pareció salir de los confines de su celda diminuta.
-¿Qué día es hoy?
-3 de abril- murmuró Santiago sin mirarla.
-Feo día para nacer- dijo ella-, pero bello para morir.
-Si tan sólo mi amor te bastara para alejar la palabra "muerte" de tus labios.
-Jamás la alejaría- le dijo ella con un tono de voz que denotaba desprecio-, porque nuestro amado Creador se ha deleitado inventando para los hombres, no la vida, sino la muerte y desde que nacemos estamos sentados sobre ella como yo en esta jaula.
-Si tu padre te escuchara, se ofendería- le dijo Santiago-. Don Chicho Grande amaba la vida y sólo mataba cuando era imprescindible.
Ella no le contestó y el guardia se quedó callado respetando su silencio. Pensó que la conocía bien y la mención de su padre la había entristecido. Pero no. Una vez más él había logrado avivar a la muerte. Había logrado exhumar su pasado.
Fue un 3 de abril. Ya no recordaba el año, pero sí con lujo de detalles los hechos que condujeron a Alí Ben Amar de Sharpe, Chicho Chico, a su muerte. Había mucho sol esa mañana y unas pocas gotas de rocío aún luchaban por permanecer en las flores del jardín, mientras que el olor del pan recién horneado se entremezclaba con el aroma dulzón de los jazmines. También, como siempre, cantaban los pájaros festejando el nuevo día en la mansión de la calle Pringles. "Qué creación la de Dios", pensó la joven. Todo era tan bello en ese amanecer que a Ágata Cruz Galiffi le parecía mentira que alguien pudiera partir ese día. Pero estaba la jaula, la misma que había sido creada junto con la vida. La pobre gente no sabía eso y se empeñaba en atribuirle la muerte de los demás a su padre. Pero la culpa no era de Juan Galiffi, como todos en Rosario pensaban, sino de Dios. Él había plasmado esa gran jaula inexpugnable para los buenos y malos, los justos y pecadores, los niños y los ancianos.
La joven se maquilló como siempre lo hacía para las grandes ocasiones y cuidó muy bien de delinear sus ojos para resaltarlos. Se sentía inmensamente feliz en ese paraíso que su padre había creado para ella. Y estaba contenta por el condenado, porque Dios había elegido un lindo día para su muerte. No, su padre no tenía la culpa de nada. Era Dios quién tenía la llave de las jaulas. 
Chicho Chico llegó a las seis en punto de la tarde. Vestía muy elegante, como siempre. Ágata Cruz Galiffi, Rosa Alfano -su madre- y una jovencísima mujer, sobrina del Don, lo esperaban en la puerta de la mansión. Sólo Ágata sonreía dirigiéndole, además de una copa de champagne, uno de sus característicos destellos de medusa. El argelino esquivó su mirada como pudo, pero no la copa. La deseaba. Siempre la había deseado, desde la primera vez que la vio. Pero nada podía hacer porque acababa de emparentarse con los Amato, familia que hacía años mantenía relaciones comerciales con Chicho Grande. Esta filiación oportuna barría la enemistad entre los Chichos y consolidaba sus relaciones. Prueba de ello era que el mismo Juan Galiffi lo había citado para convenir una tregua.
-Mi padre ha tenido que viajar de urgencia a San Juan por problemas en sus viñedos- le dijo la joven-. Le ruega que lo disculpe.
-Los hombres de negocio no tenemos descanso- le contestó el argelino con una sonrisa tan encantadora como la de su anfitriona.
Aún sonreía cuando horas más tarde se acomodaba en el cuarto de huéspedes para descansar. A las dos y cuarto de la mañana, a Alí Ben Amar de Sharpe lo despertó la aureola de una mujer en la oscuridad: era Ágata Cruz Galiffi que lo miraba de manera extraña, no como una medusa que intentaba conquistarlo, sino con la frialdad de una asesina. El Don, despojado de su traje caro, sus botas de caña con botones de nácar y sus anteojitos de intelectual, dejaba entrever su cuerpo diminuto y frágil. Cualquiera que hubiese desconocido su sangrienta trayectoria, hasta se hubiese apiadado de él. No tuvo tiempo de defenderse porque dos fornidos hombres lo ahorcaron con un cable de luz al que le dieron cuatro vueltas alrededor del cuello. En ese instante, Chicho Chico alcanzó a ver, por la claridad de la luna, cómo la mirada de Ágata se iba transformando de a poco. Ya no era la de una asesina, ni la de una niña traviesa intentando conquistar a un hombre: era la de una cruel medusa que lentamente lo convertía en piedra.



La medusa en la jaula, Gladys M Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Argentina, julio de 2006). Ilustración: César Acevedo

11 de julio de 2017

Pichincha en la niebla

El humo también estaba allí, del otro lado de la estación, en el corazón mismo de Pichincha.
El hombre miró su reloj mientras esperaba su asado. Le gustaba entretenerse siguiendo con ojos diestros los dibujos del humo que perseguían a la Carmelita, tal como lo hacía cuando su madre lo llevaba a la estación Rosario Norte para que respirase el vapor de la máquina a carbón, en vanos intentos de curarle la tos convulsa.
Ese día descubrió que aún no había perdido la capacidad de asombro de los once años, o la facilidad para crear figuras en donde a nadie se le hubiese ocurrido que habría una. A esa hora del mediodía, El Giandulia estaba repleto de gente. Nicanor Contreras observó que en su mayoría eran turistas de paso, que esperarían el porteño mientras se aventuraban en la jungla de prostíbulos y vendedores ambulantes para comer un buen asado y de paso presenciar el espectáculo. La Carmelita, la dueña del lugar, se movía con la bandeja de chinchulines por entre las mesas, con la destreza de una bailarina de ballet y la gracia de una pantera en celo. Ella ignoraba el humo que la perseguía día y noche formando una procesión de figuras extrañas a su paso. A veces las formas fantasmagóricas parecían secundarla con la firmeza de un pelotón de fusilamiento y otras se quedaban rezagadas entre las piernas de los clientes, como un perro tímido esperando a su amo. Tenía el cabello rubio muy largo que le cubría las nalgas casi por completo. Nicanor pensó que habría sido una mujer hermosa, a no ser por la densa humareda que parecía marchitarla inexorablemente hacia el olvido. Su pelo, su rostro e incluso su mirada, estaban aureoladas por una débil nube gris, como la que envolvía a los gatos tristes o a la horda de tristes crónicos que deambulaban por la estación Rosario Norte. Era fácil identificar a uno o a otro grupo, porque a ambos le gustaba el sol y a veces se los veía amontonados en una minúscula parcela dorada, donde no cabían ni las moscas y menos los gatos. Un pie, una mano o un simple cabello entibiado por los rayos de fuego les bastaba para apaciguar sus tristezas o secar su llanto.
Los tristes crónicos habían llegado un día en busca de un milagro desde Carlos Pellegrini, un ignoto pueblo del Iberá, inaccesible a la vista y a la valentía de los hombres. El rancherío había crecido rodeado de embalsados prehistóricos, alimañas salvajes y de indios negritos del tamaño de un crío de dos años, que se esfumaban en el aire tan pronto como se los veía. Fueron los gitanos, conmovidos por sus tristezas, quienes les contaron de Pichincha y de la Carmelita, una mujer que no era de este mundo y que dejaba una estela de hebras blancas al caminar. Entonces ellos llegaron un día, con sus bártulos de pobres y sus ropas harapientas. Nunca se curaron, porque a fin de cuentas, la joven no poseía ningún poder sobrenatural para remendar sus desgracias. Aun así, se refugiaban en El Giandulia y la misma Carmelita les servía una carga de caña para levantarles el ánimo, fingiendo ruborizada que nadie le había tocado las piernas firmes debajo de su vestido de percal.
-Un día de estos los echaré como a perros- le decía su marido.
-Déjalos. Ya se irán con el primer tren.
-Al Petit Trianón deberían ir- decía el hombre-, allí sobran las hembras.
Los hombres buscaban con desesperación la ventana por donde mejor entraba el sol, mientras que los rezagados se debían contentar con rozar las piernas de la Carmelita, como si el mero contacto fuera para ellos más que un manjar prohibido, un elixir de vida.
-Déjalos- decía ella-. Ya se irán con el primer tren.
Hasta que un día, a las seis treinta de la mañana, llegó el primer tren. Venía acorazado por unos rayos de sol fuerte que chamuscaba a los gatos que dormían en el andén. Los tristes crónicos, efectivamente se marcharon, y los felinos, que sobrevivieron a la quemazón, se paseaban en carne viva aullando de dolor.
Años más tarde, Nicanor Contreras volvió a cruzarse con la Carmelita. La mujer había perdido la elocuencia de potranca andadora con que se movía entre las mesas de los comensales y ya no la perseguía ni el humo de los chinchulines, ni el de los cigarrillos, ni las manos ansiosas de los tristes crónicos. Estaba parada en el andén y, por su actitud alerta, Nicanor Contreras pensó que esperaría a alguien.
-Todos se han marchado- dijo ella de pronto-. Las meretrices, las pupilas, los compadritos, los malevos, los caftens...y también los trenes. Un día partieron en un tren feo y gris sepultando Pichincha. Ese maldito humo también se ha robado mi vista.
La mujer no esperó respuesta y comenzó a caminar. Recorría el laberinto de su pasado con los ojos encendidos y su piel tan marchita como su vestido de percal. De lejos, parecía una Cleopatra sin reino o una triste crónica rastreando Pichincha. Por las noches dormía en los andenes y de vez en cuando, tomaba el sol a tientas por una inexplicable añoranza.
Esa madrugada, como un reloj implacable, la despertó la humedad del rocío sobre el cuerpo. De nuevo se sentó a esperar con la ansiedad reflejada en la mirada muerta. A las seis treinta, unos rayos de sol fuerte le sacudieron los sentidos y luego el chillido del tren que se detuvo. Una nube gris apenas visible apareció en la puerta, pero se desvaneció enseguida empujada por los tristes crónicos que descendieron en su búsqueda. Al fin la habían encontrado. La Carmelita se rio feliz al reconocerlos y comenzó a caminar a su lado, seguida por una romería de gatos enclenques y de los hombres que inexplicablemente habían transformado su mirada, a tal punto que parecían felices crónicos. Los guiaba el sol por las mismas calles empedradas que transitaron años atrás. Sólo Nicanor Contreras los reconoció, sólo él sabía cómo rastrear el humo.


Pichincha en la niebla, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista Juglar, el cuento ilustrado, Rosario, Argentina, 2006). Ilustración: César Acevedo

13 de junio de 2017

La literatura gauchesca en el S.XXI

Hablar de indios, de adelantados, de conquistadores, de injusticia social, de sometimiento de mujeres indígenas, de abandono, de mestizaje, del choque entre la cultura del maíz y la del hierro, es empezar a hablar de literatura gauchesca. Mucho se ha escrito a lo largo de la historia sobre nuestro gaucho, sobre ese hombre que al principio fue considerado un paria, un vagabundo, un excluido. Todo esto afianzado por la famosa Ley de vagos (1822) en que obligaba a los hombres a tener una papeleta donde certificara que tenía trabajo regular o de lo contrario se lo podía meter preso o enviar a algún fortín lejano.  Podemos decir que esta colección de tragedias cotidianas de nuestros gauchos, van a dar lugar a la literatura gauchesca, porque antes de ser un héroe en la literatura, el gaucho primero tuvo que desandar ese destino anudado por las injusticias sociales y las persecuciones.   

La literatura gauchesca es un subgénero dentro de la literatura latinoamericana, que encuentra sus antecedentes en la poesía en el S. XIX,  ejemplo: El Santos Vega de Rafael Obligado, la poesía de Ascasubi, los Versos Políticos de Bartolomé  Idalgo, las obras de Lussic y de Estanislao del Campo. Pero  sin lugar a dudas el mayor exponente de  este género literario fue, José Hernández, con su famoso Martín Fierro (1872) y la Vuelta del Martín Fierro. En los versos del Martín Fierro el gaucho por primera vez va a hablar con su verdadero lenguaje porque hasta ese momento al gaucho se lo hacía hablar en la literatura con la lengua castellana.  Hernández va a contar con maestría las peripecias y desgracias por las que debe atravesar el personaje, pero a su vez exalta las virtudes del gaucho como el coraje, la lealtad y nobleza. En el año 1926  Ricardo Guiraldes vendría a coronar la novela argentina con su obra maestra, Don Segundo Sombra. En la obra va a revalorizar al gaucho bueno, ese hombre callado y sabio que vivía en completa armonía y conexión con la naturaleza. A lo largo de la historia de la literatura gauchesca fue tan rico el caudal de vicisitudes por las que debía atravesar el gaucho que ha inspirado a los autores para hablar de “gaucho bueno” y “gaucho malo.”
Sarmiento en su famoso Facundo, lo describe como a un hombre malo separado de la sociedad y proscripto por las leyes. Otro ejemplo de gaucho malo es Juan Moreira, personaje real de la novela de Eduardo Gutiérrez.

Estos gauchos matreros o alzados como también se los llamaba, aún siguen siendo fuente de inspiración en el Siglo XXI. Podemos mencionar a la consagrada Florencia Bonelli con sus novelas Indias Blancas (2005) y Me Llaman Artemio Cruz (2009). En Corrientes, a los gauchos alzados se los denominaba “Gauchillos” que eran una especie de Robing Hood, que Vivian escondidos en los montes, huyendo de la justicia y robando a los ricos para ayudar a los pobres y que encontraban su justificativo en su forma de actuar por las injusticias sociales. Estos personajes reales fueron El Gaucho Lega, Aparicio Altamirano, Mate Cocido y el gauchito Gil, este último inspiró a escribir la novela Curuzú, una de las últimas novelas gauchescas, publicada en 2012 por la escritora Gladys Mercedes Acevedo, donde la autora reivindica al gaucho bueno. También en el 2015 la novelista Ernestina Mo, retoma el género gauchesco con La Endiablada Pulpería.    

Podemos decir que el gaucho argentino, de ser un paria paso a ser un héroe, un santo o un gauchillo, a ser un protagonista indiscutido, donde hasta el día de hoy se sigue abriendo paso de a caballo o de a pie en la literatura del siglo XXI. 


Por Gladys Mercedes Acevedo. La literatura gauchesca en el S.XXI. Presentación de la autora en el Congreso de Literatura en San Antonio de Areco, Buenos Aires, Argentina. El evento fue organizado por Rubén Darío Gasparini, escritor y poeta, en el Museo de Bellas Artes Osvaldo Gasparini.



23 de mayo de 2017

El hombre de las cadenas de oro

A las nueve y treinta de la noche llegó como llegan los fantasmas desterrados de su propia tierra, con el espanto en los ojos y cuarteado de soledad. Desde la canoa adivinó la ciudad entre las sombras, confundiendo sus formas tenues con los recuerdos estériles de su padre. Se sentó en un barco a esperar el amanecer. El rebote constante del Paraná contra la costanera le revivió el sonido del destierro. Era una música conocida para él, por eso se limitó a espantarse los mosquitos de la cara y permaneció allí hasta que por fin se quedó dormido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Juan Cruz estuviera en Goya -diez años-, y acababa de cumplir los trece. No quedaba nada en su memoria. La misma isla que le había salvado la vida le fue devorando los escasos resabios de civilización. El monte pudo lo que ni siquiera su padre había logrado escribiendo el abecedario con una ramita en el suelo, en un vano intento por alfabetizarlo.
La naturaleza lo fue amaestrando de a poco. Lo fue acicalando a su modo y antojo. Era su hijo que iba siempre descalzo porque así leía mejor el retumbar de pisadas de nutrias o el culebreo de alguna yarará, el que jamás esquivaba el potente sol de las siestas correntinas, que le había aceitunado la piel al extremo e darle el aspecto de un anciano precoz. Tenía el pelo pajizo y largo, y se movía suavemente con la gallardía de las hojas de los sauces llorones.
Juan Cruz retomaba todas las mañanas el camino de su casa con una bolsa de pescado al hombro. Conocía de memoria ese retorno y a veces hasta caminaba con los ojos cerrados.
Allí lo esperaba el paisaje eterno: Sus once hermanos y su madre con el vientre abultado y una sonrisa triste acuchillada en su cara. No recordaba haberla visto feliz, ni siquiera cuando vivía Vicente Cruz, su padre. Él se reconocía en los ojos de anciano de sus hermanos y se preguntaba si no se habría demorado más de la cuenta y si en vez de un día no había tardado cincuenta años en regresar. Los niños le sonreían aliviados de verlo con vida. Él sacaba el surubí de la bolsa y los besaba. "Cuida bien de ellos", le había pedido su padre antes de morir. Y él lo prometió en silencio con un leve movimiento de cabeza, como lo hacían los árboles viejos, cuando daban su palabra. "Mira por tu madre también, ella es débil como toda mujer". Cuando él le dio su palabra, eran sólo tres. Pero la familia se fue agrandando y tuvo que pescar toda y cada una de las noches para alimentarlos.
El sol del amanecer le calentó la cara, hasta que lo despertó por completo. A una cuadra cantó un gallo y con su garganta dibujó de nuevo los contornos de la ciudad. Fue como una de esas tardes en que su padre lo sentaba en su regazo y resucitaba sus nostalgias. "Hay allí un montón de casas lindas y un muelle flotante en la misma costanera, y a la madrugada el olor del pan recién horneado es tan intenso que te estruja las tripas y te hace silbar un chamamé. Eso es Goya..., esa es mi tierra."
Había prometido a su padre regresar algún día.
-El sábado es la fiesta nacional del surubí- le dijo Apolodoro Fernández, su padrino-. Allí vienen gringos de todas partes con sus billeteras abultadas y sus amantes de turno.
A media mañana, Juan Cruz sintió el croar de sus tripas que no se parecía en nada al silbido de un chamamé. Tenía mucha hambre, y el asfalto comenzaba a sancochar sus pies descalzos. Por un instante tuvo miedo de ese mundo, hasta que miró a los árboles viejos y escuchó de nuevo el Paraná treparse corriente arriba.
La gente comenzó a llegar con sus críos.
Intentaba ganarse unas monedas abriendo la puerta de los autos. Sus hermanitos ya estarían esperando por él. Pero su padrino se había equivocado esta vez, ningún gringo parecía ser generoso y la romería lo iba pisoteando de a poco. Lo único que les importaba era lograr un lugar privilegiado en la costanera para mirar la salida de las lanchas.
A las doce en punto, el hambre le silbó un chamamé. "Mi padre nunca estuvo errado", pensó.
De pronto, su última esperanza se estacionó en la vereda. Era una lujosa cuatro por cuatro y de ella descendieron tres hombres vestidos con ropas deportivas. Uno de ellos llevaba el brazo cargado de gruesas cadenas de oro. Juan Cruz quedó sin aliento pensando en todo el pan que podría comprarse con ellas, hasta le sobraría para regalarse hermosos vestidos a su madre.
Pero el hombre ni lo miró. Estaba muy entretenido sacando sus cañas de pescar.
-Una moneda- le suplicó.
-No molestes muchacho- le dijo sin siquiera mirarlo.
El de las cadenas de oro llevaba la billetera abultada con diez mil dólares en el bolsillo, aunque también tenía una inútil moneda de un peso.
Las trescientas lanchas que participaban ese día ya estaban enfiladas para la largada y sus motores rugían de impaciencia. Juan Cruz sorteó con destreza el laberinto humano que se formaba alrededor de la costanera. Sus bolsillos estaban desesperados y sus ojos seguían fijos en el hombre de las cadenas de oro. "Si tan sólo me hubiese mirado", pensó el niño.
Las lanchas se abrieron a machetazos en el horizonte. Los tres gringos llevaban la delantera. Él les volvió a extender las manos, pero tampoco lo miraron. Sin embargo, rastreó por largo tiempo el culebreo dorado que destellaba indiferencia en medio del Paraná.
Los gringos fueron los primeros en llegar a la zona asignada. Les tocó una isla oscura cargada de lamentos extraños. El de las cadenas de oro se apartó del grupo y en seguida desplegó un arsenal de cañas de pescar. Sabía que el surubí atigrado gustaba de las aguas calmas y profundas. Deseaba pescarlo, no por el premio sino para alimentar su vanidad.
El atardecer se rindió en el medio del monte y unas estrellas pálidas colmaron el cielo correntino. La luna se fue agrandando de a poco como los malos pensamientos y los gritos de los animales hacían eco al canto agorero del suindá. El hombre jamás pensó que la naturaleza hablara, aunque le resultaba mucho más aterrador cuando invadía el silencio, porque parecía estar en espera de algo. Para la media noche, el calor se hizo insoportable y la mosquitada caía en bandadas.
De pronto, la caña pegó un cimbronazo en su mano. Se puso de pie, pero antes de poder afirmarse el Paraná lo fue arrastrando a sus fauces con una fuerza demencial. La orilla se acercaba. El hombre se cayó varias veces en el barro enredándose en la leña. Sintió sus piernas maneadas y el empalagoso río atragantando su garganta. Sabía a pescado crudo, a costras de tierra prehistórica, a sol tibio y a rabia. Entonces tuvo miedo. Sus toscas manos intentaron con desesperación desenredarlo, pero el agua se acercaba con furia. Intentó respira, pero el aire se había vuelto en su contra y se había secado por completo.
Antes de que el suindá cantara por tercera vez, el hombre de las cadenas de oro fue pescado. La noche recobró su belleza con una sombría y extraña calma, entonces todo fue silencio.
Juan Cruz conocía los lenguajes del agua. "El río está lleno de ecos" le dijo su padre. Pero él ya lo sabía, lo descubrió un día por casualidad en que no había pescado nada y se limitó a escuchar el golpeteo insistente que hacía una rama contra su canoa. Parecía que lloraba. Y otra noche de tormenta en que el Paraná gritaba corneando de rabia la barranca como un toro furioso.
Pero esa mañana, el río estaba feliz. Iba y venía dando saltitos cortos, como sus hermanos cuando él llegaba.
Juan Cruz despertó con el frío del rocío. No había logrado una mísera moneda y no quería regresar a su rancho con las manos vacías. Mientras caminaba por la orilla sus pies descalzos tropezaron con algo. La luz del amanecer aún no había aclarado del todo. Sus pies baqueanos tantearon un poco y supo al instante de qué se trataba: era el hombre de las cadenas de oro. Estaba boca abajo en la arena. El niño preocupado volteó su pesado cuerpo.
El gringo tenía los ojos muy abiertos, parecía hipnotizado por el espanto de la muerte. Juan Cruz lo miró desde su altura. Se sentía un gigante ante el muerto que no cesaba de mirarlo, como alguien que mira algo por primera vez en su vida.
El lamento de su barriga de nuevo le silbó un chamamé. Recién entonces se atrevió a revisar su bolsillo. El hombre tenía una billetera muy gorda muy abultada con diez mil dólares y una inútil moneda de un peso. Tomó la moneda. Mientras caminaba escuchó la alegría del río, y sonrió feliz porque en ese mismo instante fue consciente de que el hombre de las cadenas de oro jamás dejaría de mirarlo.
El hombre de las cadenas de oro, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Argentina, febrero 2007). Ilustración: Cesar Acevedo

19 de mayo de 2017

Ángeles de lata


A Octavio Montalbán le bastó caminar quince minutos por la peatonal Córdoba para comprender de qué se trataba el infierno. Era domingo y enero chorreaba lento al mediodía, como un espeso caldo de lava ardiente. Y él, que cada lunes para llegar a su oficina debía abrirse camino a codazos en esa jungla de bostezos y resacas domingueras, pensó que así debía ser el infierno. Nadie había, ni siquiera un perro vagabundo a quien acariciar. Sólo el enorme imperio solitario de baldosas olvidadas y de comercios cerrados le precedía el paso. Por un momento estuvo tentado de maldecir en voz alta a ese calor del demonio, como le gustaba hacerlo en su casa. Pero no lo hizo. Muy por el contrario, se rio de su propia desgracia. Enfundado en su ropa cara, más que nunca, se sintió un paria de la sociedad. Sabía de memoria lo que le esperaba, estaba tan sólo a quince minutos exactos de su condena diaria: la soledad del décimo "B". Ni siquiera pensar en el reconfortante aire acondicionado o la gaseosa fresca, le bastó para alejar la angustia de su cuerpo. Allí no habría críos gritando, ni mujeres dirigiendo con exquisita orquesta de platos dominicales. Ese mundo estaba del otro lado, y a su edad, ya le parecía imposible desentrañar sus coordenadas.
En eso pensaba Octavio Montalbán, cuando el niño se le apareció de la nada. Iba tan ensimismado en sus pensamientos que por poco lo atropella. Al verlo comprendió que nadie que estuviera en su sano juicio le creería. El pequeño estaba vestido con un oxidado traje de latas y lo que era peor, tenía unas alas raquíticas en su espalda. El ejecutivo hizo lo que siempre hacía en esas ocasiones en que tomaba demás y el mundo le parecía caótico mejunje estelar. Abrió y cerró los ojos varias veces. Pero el niño seguía parado frente a él, con sus bucles tiernos y su mirada de serafín desorientado.
A los sesenta y tres, Octavio nunca pensó que los ángeles existieran de verdad, o de existir, debían estar en un punto lejano a salvo de las inquietudes de los hombres. Además, este diminuto ser no encajaba con la descripción que de pequeño le venían martillando con frescos de Miguel Ángel y óleos de Tiepolo. Más bien era negrito, feo y maloliente. Sin embargo, era un ángel..., un ángel de lata y además hablaba:

-Cómpreme una revista, un peso es pal' que la vende- dijo.

A Octavio Montalbán, que en su vida no había tenido tiempo para sembrar ni el amor ni el odio, se le derritió la mirada. 

La peatonal seguía siendo un hervidero de baldosas calientes, y a esa hora no había una mísera sombra en donde refugiarse. El ángel, de no más de seis años, estaba descalzo y un pie auxiliaba al otro con un delicado equilibrio. Aunque le pareció extraño que un angelito debiera vender revistas para ganarse la vida, lo tomó como un defecto lógico de ese caótico mejunje estelar del cual él también participaba. Le acarició los bucles y le dijo: "Tomá cien pesos para el primer ómnibus al cielo." Pero el niño no se iba y ni siquiera intentaba aletear, parecía un guerrero medieval cocinándose en su armadura. Tenía los ojos muy abiertos, como si buscara algo con desesperación.

-¿Qué buscás?- le preguntó.

-Tóqueme la armadura- le dijo por toda respuesta.

Al hombre le bastó con tocar el gastado traje de latas para leer sus deseos, el niño buscaba una sola cosa: una sombra en la cual refugiarse.

De pronto, la piel del niño se encarnó en la suya y sus pensamientos se entrecruzaron. Fue en ese instante en que Octavio Montalbán, el ejecutivo solitario, formó parte del todo: del aire y de los profundos mares; de los pétalos de rosas pariendo ante el sol; fue raíz seca y calor; sintió el estremecimiento sublime de la vida después de la muerte; voló junto a un enjambre de golondrinas que regresaban a Goya desde San Juan de Capistrano; fue maíz y fue tierra a la vez; observó al mundo desde la altura de una jirafa centenaria y desde una hormiga al borde de la muerte; formó parte de la música vocal y el baile lakalaka; estuvo encerrado en una botella del décimo "B", descarnándose de soledad por el resto de los tiempos, sufriendo el calor infernal de ese mediodía yermo, hasta que al fin comprendió por qué se había cruzado con el niño. Entonces regresó allí, a la peatonal Córdoba, a ese encuentro efímero y a esos ojos que no cesaban de mirarlo.

El ángel le habló con una voz tan hermosa que eclipsó a la de las sirenas y estremeció los cimientos del Monumento a la Bandera.

-Estamos aquí para vencer a nuestra naturaleza.

Octavio Montalbán estrujado hasta el tuétano, no tanto por la contundencia de esa voz angelical, sino por la terrible revelación que acababa de experimentar, lloró como un niño. Lloró tanto, que sus lágrimas comenzaron a formar un charco, en el que el serafín refrescaba con ganas su armadura de latas.

Parado en ese desierto calcinante que era la peatonal a esa hora, el ejecutivo tuvo otra visión atroz: la sombra. Allí estaba, detrás de una cabina telefónica, con la respiración asustada y los ojos muy abiertos, espiando cómo se bañaba el niño. En ese instante, a Octavio Montalbán le pareció mentira que hubiese tenido que vivir tantos, pero tantos años, para comprender que la sombra era la República Argentina.

Ángeles de lata, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Arg. 2006). Ilustración: César Acevedo





18 de mayo de 2017

El trapo rojo

 El primero llegó un martes, como todas las cosas importantes que habían llegado a su vida. El niño nunca supo de dónde había venido, pero por su forma cansada de caminar, se imaginó que había llegado desde muy lejos, más lejos que la misma Goya, el lugar donde había nacido y que le parecía que estaba del otro lado del mundo.
Aunque era muy viejo, extrañamente el anciano no ostentaba esa barba blanca y fina que caracterizaba a los muy ancianos. Ni siquiera tenía esa barbita raída y desprolija que lucían los mendigos, quienes por esa época pululaban por la estación Rosario Norte. Su piel era un pergamino desojado por el tiempo y en vez de barba lucía unas manchas marrones por casi toda la cara.
Habría sido un mendigo más que llegaba desde lugares ignotos, a no ser por ese enorme baúl que apenas arrastraba a sus espaldas. El anciano despedía un extraño olor a flores marchitas y su desnudes estaba cubierta por una montonera de trapos rojos, como si alguien lo hubiera vestido de mala gana. Ese día, cuando se cruzaron con él en la vereda del conventillo, la madre del niño lo miró con piedad, pero en los días siguientes, al ver que todavía continuaba allí, su mirada se había transformado en desprecio.
El baúl que arrastraba estaba lleno de remiendos con clavos que sobresalían y llamaba la atención por su gran tamaño, que casi igualaba la altura del pequeño de seis años y por lo ancho no pasaba las puertas de la estación. El armatoste lucía un candado del tamaño de una mano y apenas se adivinaba su antiguo color de origen, el sepia.
Un bicho raro ha caído de nuevo a Pichincha –dijo el padre del niño-. Y apenas en noviembre nos libramos de esa romería de tristes crónicos que invadieron a Rosario. Esto ya no parece una ciudad decente, parece un purgatorio de menesterosos. 
-Es el Paraná que trae a todos los desperdicios del mundo –dijo la mujer con algo que pareció ser una risa.
-Nada de eso, mujer –contestó indignado-. Es que aquí no sólo es el paraíso prostibulario más grande de la Argentina, sino también el de la tolerancia. Cualquier mendigo mugroso con sólo sentarse en un banco, ya es dueño de él.
-Pobre hombre –se apiadó la mujer-.
-¡Que pobre hombre ni que ocho cuartos! El muy desfachatado no tiene ni para comer y se ha atrevido a preguntarme cuál era mi deseo para esta navidad
-¿Y qué le contestaste?- se rio ella.
  - Lo que se le puede contestar a un loco-dijo-. Un baúl repleto de plata y otro repleto de mierda.
-¿Y entonces? –preguntó la madre del niño.
-Y entonces, él me miró como si el loco fuera yo.
  Por esa época, los grupos de jóvenes siesteaban por el barrio de Pichincha caminando por sobre los rieles del tren. Les gustaba arrojar cascotes a los mendigos y en especial al que habían apodado, El Trapo Rojo. El hombre, en cambio, devolvía los insultos con una gran mirada de bondad.
Trapo Rojo no estaba solo. A los tres días de su llegada, arribó otro y luego otro, hasta que eran tantos que la estación, Rosario Norte quedó chica para albergarlos. Todos los ancianos se parecían. Y siempre llegaban arrastrando esos extraños baúles que parecían pesar toneladas.
El niño seguía yendo a la estación, aunque estaba preocupado por su padre que andaba desquiciado, porque estaban a punto de echarlos del conventillo donde vivían. 
-¡Esos Trapos Rojos!- maldecía-. Sólo han traído miseria a Pichincha. Un día de estos prenderé fuego a esos baúles mugrientos, para ver si así me cambia la suerte y consigo trabajo.
  Cuando se aproximaban las fiestas navideñas, los ancianos se acercaban a los niños y les preguntaban que deseaban que les trajera el Niño Dios. Algunos les respondían con burlas, otros con escupitajos, pero él era el único que, sin esperanzas de recibir el preciado regalo de navidad, les contestaba con amabilidad.
-Un carro de bomberos, señor –le decía.
Y El Trapo Rojo asentía. A veces, parecían estar muy tristes, especialmente los días 24 de diciembre, cuando la gente pasaba muy cerca de ellos sin siquiera mirarlos. Todos los Trapos Rojos partían con rumbos desconocidos. El niño se imaginaba que regresaban a sus hogares. El único que se quedaba en la estación era el primero que había llegado a Pichincha hacía cuatro años.
Al año siguiente regresaban de nuevo arrastrando sus baúles prehistóricos.
-¡Han llegado de nuevo! – decía el hombre -. Señal de que mi suerte no va a cambiar. Son como pájaros de mal agüero, otro año más sin trabajo. 
  Año tras año, el niño seguía pidiendo juguetes y toda clase de regalos: un par de zapatillas, un tranvía con sus dos caballos de tiro, un auto. Se quedó maravillado cuando los primeros autos llegaron a Rosario. Los días domingo, la gente paqueta se paseaba en ellos, sin mirar a nadie. A su padre no le había cambiado la suerte. Por el contrario, pareció empeorarse. En vísperas de esa Navidad los habían echado a la calle. 
  Ese día había llovida tanto, que debieron refugiarnos en la estación de trenes. El Trapo Rojo estaba allí. Era el único que había quedado. Los demás habrían ido a visitar a sus familias. Él los reconoció y los miró con alegría. Pero el padre del niño estaba muy enojado. Los agarró a su madre y a él de la mano y los llevó a un lugar más apartado. El mendigo, una vez más, pasaría solo su Navidad. 
  La familia comió el pollo frío que había sobrado de la noche anterior junto con unas rodajas de pan. El niño se guardó un poco en su bolsillo y, cuando pudo escaparse, le convidó un pedazo al anciano.
Al día siguiente, el viejo ya no estaba. En su lugar, tres enormes baúles brillaban con un resplandor extraño y ya ninguno tenía parches ni clavos que sobresalieran. Lo buscó por toda la estación. Se adentró en Pichincha y preguntó por todos los prostíbulos si no lo habían visto. La madama de El Petit Trianón se burló de él.
- El Trapo Rojo te ha dejado tu regalo.
Regresó al mediodía a la estación. Era martes y hacía mucho calor. Encontró a su padre llorando por sus desgracias y aprovechó ese momento de vulnerabilidad para pedirle que lo ayudara a abrir los baúles. El de la izquierda dejaron para lo último porque olía mortal. El primero contenía todos los juguetes que el niño había pedido a lo largo de todos esos años: el carro de los bomberos, las zapatillas, el tranvía con sus dos caballos y el auto. El segundo y el tercero eran para su padre: un baúl repleto de plata y el otro de mierda.



 El trapo rojo, Gladys M Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado",  Rosario, Arg. 2005). Ilustración: César Acevedo

Rosa la bella

"Tu final no es el mío. Tu adiós no me ha sepultado nunca. He atrapado tus sonrisas en todas las jaulas de mi memoria. Ni las histor...