A Octavio Montalbán le bastó caminar quince minutos por la peatonal Córdoba para comprender de qué se trataba el infierno. Era domingo y enero chorreaba lento al mediodía, como un espeso caldo de lava ardiente. Y él, que cada lunes para llegar a su oficina debía abrirse camino a codazos en esa jungla de bostezos y resacas domingueras, pensó que así debía ser el infierno. Nadie había, ni siquiera un perro vagabundo a quien acariciar. Sólo el enorme imperio solitario de baldosas olvidadas y de comercios cerrados le precedía el paso. Por un momento estuvo tentado de maldecir en voz alta a ese calor del demonio, como le gustaba hacerlo en su casa. Pero no lo hizo. Muy por el contrario, se rio de su propia desgracia. Enfundado en su ropa cara, más que nunca, se sintió un paria de la sociedad. Sabía de memoria lo que le esperaba, estaba tan sólo a quince minutos exactos de su condena diaria: la soledad del décimo "B". Ni siquiera pensar en el reconfortante aire acondicionado o la gaseosa fresca, le bastó para alejar la angustia de su cuerpo. Allí no habría críos gritando, ni mujeres dirigiendo con exquisita orquesta de platos dominicales. Ese mundo estaba del otro lado, y a su edad, ya le parecía imposible desentrañar sus coordenadas.
En eso pensaba Octavio Montalbán, cuando el niño se
le apareció de la nada. Iba tan ensimismado en sus pensamientos que por poco lo
atropella. Al verlo comprendió que nadie que estuviera en su sano juicio le
creería. El pequeño estaba vestido con un oxidado traje de latas y lo que era peor,
tenía unas alas raquíticas en su espalda. El ejecutivo hizo lo que siempre
hacía en esas ocasiones en que tomaba demás y el mundo le parecía caótico
mejunje estelar. Abrió y cerró los ojos varias veces. Pero el niño seguía
parado frente a él, con sus bucles tiernos y su mirada de serafín desorientado.
A los sesenta y tres, Octavio nunca pensó que los
ángeles existieran de verdad, o de existir, debían estar en un punto lejano a
salvo de las inquietudes de los hombres. Además, este diminuto ser no encajaba
con la descripción que de pequeño le venían martillando con frescos de Miguel
Ángel y óleos de Tiepolo. Más bien era negrito, feo y maloliente. Sin embargo,
era un ángel..., un ángel de lata y además hablaba:
-Cómpreme una revista, un peso es pal' que la
vende- dijo.
A Octavio Montalbán, que en su vida no había tenido
tiempo para sembrar ni el amor ni el odio, se le derritió la mirada.
La peatonal seguía siendo un hervidero de baldosas
calientes, y a esa hora no había una mísera sombra en donde refugiarse. El
ángel, de no más de seis años, estaba descalzo y un pie auxiliaba al otro con
un delicado equilibrio. Aunque le pareció extraño que un angelito debiera
vender revistas para ganarse la vida, lo tomó como un defecto lógico de ese
caótico mejunje estelar del cual él también participaba. Le acarició los bucles
y le dijo: "Tomá cien pesos para el primer ómnibus al cielo." Pero el
niño no se iba y ni siquiera intentaba aletear, parecía un guerrero medieval
cocinándose en su armadura. Tenía los ojos muy abiertos, como si buscara algo
con desesperación.
-¿Qué buscás?- le preguntó.
-Tóqueme la armadura- le dijo por toda respuesta.
Al hombre le bastó con tocar el gastado traje de
latas para leer sus deseos, el niño buscaba una sola cosa: una sombra en la
cual refugiarse.
De pronto, la piel del niño se encarnó en la suya y
sus pensamientos se entrecruzaron. Fue en ese instante en que Octavio
Montalbán, el ejecutivo solitario, formó parte del todo: del aire y de los
profundos mares; de los pétalos de rosas pariendo ante el sol; fue raíz seca y
calor; sintió el estremecimiento sublime de la vida después de la muerte; voló
junto a un enjambre de golondrinas que regresaban a Goya desde San Juan de
Capistrano; fue maíz y fue tierra a la vez; observó al mundo desde la altura de
una jirafa centenaria y desde una hormiga al borde de la muerte; formó parte de
la música vocal y el baile lakalaka; estuvo encerrado en una botella del décimo
"B", descarnándose de soledad por el resto de los tiempos, sufriendo
el calor infernal de ese mediodía yermo, hasta que al fin comprendió por qué se
había cruzado con el niño. Entonces regresó allí, a la peatonal Córdoba, a ese
encuentro efímero y a esos ojos que no cesaban de mirarlo.
El ángel le habló con una voz tan hermosa que
eclipsó a la de las sirenas y estremeció los cimientos del Monumento a la
Bandera.
-Estamos aquí para vencer a nuestra naturaleza.
Octavio Montalbán estrujado hasta el tuétano, no
tanto por la contundencia de esa voz angelical, sino por la terrible revelación
que acababa de experimentar, lloró como un niño. Lloró tanto, que sus lágrimas
comenzaron a formar un charco, en el que el serafín refrescaba con ganas su
armadura de latas.
Parado en ese desierto calcinante que era la
peatonal a esa hora, el ejecutivo tuvo otra visión atroz: la sombra. Allí
estaba, detrás de una cabina telefónica, con la respiración asustada y los ojos
muy abiertos, espiando cómo se bañaba el niño. En ese instante, a Octavio
Montalbán le pareció mentira que hubiese tenido que vivir tantos, pero tantos
años, para comprender que la sombra era la República Argentina.
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