El fuego era lo peor. Candente, asfixiante, como si el
vientre de los volcanes estuviera en constante gestación o el mismo Satanás
avivara el infierno. Pero no, era la siesta en el Hospital de Alienados de
Tucumán y aunque estaban en abril, los guardias que custodiaban a la Flor de la
Mafia chapaleaban en su propio sudor. Sin embargo, Ágata Cruz Galiffi no sentía
calor. Estaba inmóvil en su jaula de un metro ochenta de largo por uno veinte
de ancho, mirando hacia un punto incierto de la pared. La joven tenía el pelo
negro muy abultado y parecía una estatua de mármol perfectamente lograda, como
si el mismo Miguel Ángel, conmovido por su belleza casi salvaje, hubiese
descendido para inmortalizarla en su celda. Los guardias sabían a la perfección
que todo era un engaño, que había fuego en esos ojos verdes y que lanzaba
destellazos como una medusa despechada. El mismo Santiago mármol, su guardiacárcel,
había sufrido terribles quemaduras en sus entrañas: se había enamorado. Y todo
fue simplemente por mirarla de frente. Es que el hombre era sincero y no conocía
otra forma de mirar. De pronto la medusa despertó de su letargo y habló con una
voz ronca que pareció salir de los confines de su celda diminuta.
-¿Qué día es hoy?
-3 de abril- murmuró Santiago sin mirarla.
-Feo día para nacer- dijo ella-, pero bello para morir.
-Si tan sólo mi amor te bastara para alejar la palabra "muerte" de
tus labios.
-Jamás la alejaría- le dijo ella con un tono de voz que denotaba desprecio-,
porque nuestro amado Creador se ha deleitado inventando para los hombres, no la
vida, sino la muerte y desde que nacemos estamos sentados sobre ella como yo en
esta jaula.
-Si tu padre te escuchara, se ofendería- le dijo Santiago-. Don Chicho Grande
amaba la vida y sólo mataba cuando era imprescindible.
Ella no le contestó y el guardia se quedó callado respetando su silencio. Pensó
que la conocía bien y la mención de su padre la había entristecido. Pero no.
Una vez más él había logrado avivar a la muerte. Había logrado exhumar su
pasado.
Fue un 3 de abril. Ya no recordaba el año, pero sí con lujo de detalles los
hechos que condujeron a Alí Ben Amar de Sharpe, Chicho Chico, a su muerte.
Había mucho sol esa mañana y unas pocas gotas de rocío aún luchaban por
permanecer en las flores del jardín, mientras que el olor del pan recién
horneado se entremezclaba con el aroma dulzón de los jazmines. También, como
siempre, cantaban los pájaros festejando el nuevo día en la mansión de la calle
Pringles. "Qué creación la de Dios", pensó la joven. Todo era tan
bello en ese amanecer que a Ágata Cruz Galiffi le parecía mentira que alguien
pudiera partir ese día. Pero estaba la jaula, la misma que había sido creada
junto con la vida. La pobre gente no sabía eso y se empeñaba en atribuirle la
muerte de los demás a su padre. Pero la culpa no era de Juan Galiffi, como
todos en Rosario pensaban, sino de Dios. Él había plasmado esa gran jaula
inexpugnable para los buenos y malos, los justos y pecadores, los niños y los
ancianos.
La joven se maquilló como siempre lo hacía para las grandes ocasiones y cuidó
muy bien de delinear sus ojos para resaltarlos. Se sentía inmensamente feliz en
ese paraíso que su padre había creado para ella. Y estaba contenta por el
condenado, porque Dios había elegido un lindo día para su muerte. No, su padre
no tenía la culpa de nada. Era Dios quién tenía la llave de las jaulas.
Chicho Chico llegó a las seis en punto de la tarde. Vestía muy elegante, como
siempre. Ágata Cruz Galiffi, Rosa Alfano -su madre- y una jovencísima mujer,
sobrina del Don, lo esperaban en la puerta de la mansión. Sólo Ágata sonreía
dirigiéndole, además de una copa de champagne, uno de sus característicos
destellos de medusa. El argelino esquivó su mirada como pudo, pero no la copa.
La deseaba. Siempre la había deseado, desde la primera vez que la vio. Pero
nada podía hacer porque acababa de emparentarse con los Amato, familia que
hacía años mantenía relaciones comerciales con Chicho Grande. Esta filiación
oportuna barría la enemistad entre los Chichos y consolidaba sus relaciones.
Prueba de ello era que el mismo Juan Galiffi lo había citado para convenir una
tregua.
-Mi padre ha tenido que viajar de urgencia a San Juan por problemas en sus
viñedos- le dijo la joven-. Le ruega que lo disculpe.
-Los hombres de negocio no tenemos descanso- le contestó el argelino con una sonrisa
tan encantadora como la de su anfitriona.
Aún sonreía cuando horas más tarde se acomodaba en el cuarto de huéspedes para
descansar. A las dos y cuarto de la mañana, a Alí Ben Amar de Sharpe lo
despertó la aureola de una mujer en la oscuridad: era Ágata Cruz Galiffi que lo
miraba de manera extraña, no como una medusa que intentaba conquistarlo, sino
con la frialdad de una asesina. El Don, despojado de su traje caro, sus botas
de caña con botones de nácar y sus anteojitos de intelectual, dejaba entrever
su cuerpo diminuto y frágil. Cualquiera que hubiese desconocido su sangrienta
trayectoria, hasta se hubiese apiadado de él. No tuvo tiempo de defenderse
porque dos fornidos hombres lo ahorcaron con un cable de luz al que le dieron
cuatro vueltas alrededor del cuello. En ese instante, Chicho Chico alcanzó a
ver, por la claridad de la luna, cómo la mirada de Ágata se iba transformando
de a poco. Ya no era la de una asesina, ni la de una niña traviesa intentando
conquistar a un hombre: era la de una cruel medusa que lentamente lo convertía
en piedra.
La medusa en la jaula, Gladys M Acevedo
(cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado",
Rosario, Argentina, julio de 2006). Ilustración: César Acevedo