26 de julio de 2017

La medusa en la jaula

El fuego era lo peor. Candente, asfixiante, como si el vientre de los volcanes estuviera en constante gestación o el mismo Satanás avivara el infierno. Pero no, era la siesta en el Hospital de Alienados de Tucumán y aunque estaban en abril, los guardias que custodiaban a la Flor de la Mafia chapaleaban en su propio sudor. Sin embargo, Ágata Cruz Galiffi no sentía calor. Estaba inmóvil en su jaula de un metro ochenta de largo por uno veinte de ancho, mirando hacia un punto incierto de la pared. La joven tenía el pelo negro muy abultado y parecía una estatua de mármol perfectamente lograda, como si el mismo Miguel Ángel, conmovido por su belleza casi salvaje, hubiese descendido para inmortalizarla en su celda. Los guardias sabían a la perfección que todo era un engaño, que había fuego en esos ojos verdes y que lanzaba destellazos como una medusa despechada. El mismo Santiago mármol, su guardiacárcel, había sufrido terribles quemaduras en sus entrañas: se había enamorado. Y todo fue simplemente por mirarla de frente. Es que el hombre era sincero y no conocía otra forma de mirar. De pronto la medusa despertó de su letargo y habló con una voz ronca que pareció salir de los confines de su celda diminuta.
-¿Qué día es hoy?
-3 de abril- murmuró Santiago sin mirarla.
-Feo día para nacer- dijo ella-, pero bello para morir.
-Si tan sólo mi amor te bastara para alejar la palabra "muerte" de tus labios.
-Jamás la alejaría- le dijo ella con un tono de voz que denotaba desprecio-, porque nuestro amado Creador se ha deleitado inventando para los hombres, no la vida, sino la muerte y desde que nacemos estamos sentados sobre ella como yo en esta jaula.
-Si tu padre te escuchara, se ofendería- le dijo Santiago-. Don Chicho Grande amaba la vida y sólo mataba cuando era imprescindible.
Ella no le contestó y el guardia se quedó callado respetando su silencio. Pensó que la conocía bien y la mención de su padre la había entristecido. Pero no. Una vez más él había logrado avivar a la muerte. Había logrado exhumar su pasado.
Fue un 3 de abril. Ya no recordaba el año, pero sí con lujo de detalles los hechos que condujeron a Alí Ben Amar de Sharpe, Chicho Chico, a su muerte. Había mucho sol esa mañana y unas pocas gotas de rocío aún luchaban por permanecer en las flores del jardín, mientras que el olor del pan recién horneado se entremezclaba con el aroma dulzón de los jazmines. También, como siempre, cantaban los pájaros festejando el nuevo día en la mansión de la calle Pringles. "Qué creación la de Dios", pensó la joven. Todo era tan bello en ese amanecer que a Ágata Cruz Galiffi le parecía mentira que alguien pudiera partir ese día. Pero estaba la jaula, la misma que había sido creada junto con la vida. La pobre gente no sabía eso y se empeñaba en atribuirle la muerte de los demás a su padre. Pero la culpa no era de Juan Galiffi, como todos en Rosario pensaban, sino de Dios. Él había plasmado esa gran jaula inexpugnable para los buenos y malos, los justos y pecadores, los niños y los ancianos.
La joven se maquilló como siempre lo hacía para las grandes ocasiones y cuidó muy bien de delinear sus ojos para resaltarlos. Se sentía inmensamente feliz en ese paraíso que su padre había creado para ella. Y estaba contenta por el condenado, porque Dios había elegido un lindo día para su muerte. No, su padre no tenía la culpa de nada. Era Dios quién tenía la llave de las jaulas. 
Chicho Chico llegó a las seis en punto de la tarde. Vestía muy elegante, como siempre. Ágata Cruz Galiffi, Rosa Alfano -su madre- y una jovencísima mujer, sobrina del Don, lo esperaban en la puerta de la mansión. Sólo Ágata sonreía dirigiéndole, además de una copa de champagne, uno de sus característicos destellos de medusa. El argelino esquivó su mirada como pudo, pero no la copa. La deseaba. Siempre la había deseado, desde la primera vez que la vio. Pero nada podía hacer porque acababa de emparentarse con los Amato, familia que hacía años mantenía relaciones comerciales con Chicho Grande. Esta filiación oportuna barría la enemistad entre los Chichos y consolidaba sus relaciones. Prueba de ello era que el mismo Juan Galiffi lo había citado para convenir una tregua.
-Mi padre ha tenido que viajar de urgencia a San Juan por problemas en sus viñedos- le dijo la joven-. Le ruega que lo disculpe.
-Los hombres de negocio no tenemos descanso- le contestó el argelino con una sonrisa tan encantadora como la de su anfitriona.
Aún sonreía cuando horas más tarde se acomodaba en el cuarto de huéspedes para descansar. A las dos y cuarto de la mañana, a Alí Ben Amar de Sharpe lo despertó la aureola de una mujer en la oscuridad: era Ágata Cruz Galiffi que lo miraba de manera extraña, no como una medusa que intentaba conquistarlo, sino con la frialdad de una asesina. El Don, despojado de su traje caro, sus botas de caña con botones de nácar y sus anteojitos de intelectual, dejaba entrever su cuerpo diminuto y frágil. Cualquiera que hubiese desconocido su sangrienta trayectoria, hasta se hubiese apiadado de él. No tuvo tiempo de defenderse porque dos fornidos hombres lo ahorcaron con un cable de luz al que le dieron cuatro vueltas alrededor del cuello. En ese instante, Chicho Chico alcanzó a ver, por la claridad de la luna, cómo la mirada de Ágata se iba transformando de a poco. Ya no era la de una asesina, ni la de una niña traviesa intentando conquistar a un hombre: era la de una cruel medusa que lentamente lo convertía en piedra.



La medusa en la jaula, Gladys M Acevedo (cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, Argentina, julio de 2006). Ilustración: César Acevedo

11 de julio de 2017

Pichincha en la niebla

El humo también estaba allí, del otro lado de la estación, en el corazón mismo de Pichincha.
El hombre miró su reloj mientras esperaba su asado. Le gustaba entretenerse siguiendo con ojos diestros los dibujos del humo que perseguían a la Carmelita, tal como lo hacía cuando su madre lo llevaba a la estación Rosario Norte para que respirase el vapor de la máquina a carbón, en vanos intentos de curarle la tos convulsa.
Ese día descubrió que aún no había perdido la capacidad de asombro de los once años, o la facilidad para crear figuras en donde a nadie se le hubiese ocurrido que habría una. A esa hora del mediodía, El Giandulia estaba repleto de gente. Nicanor Contreras observó que en su mayoría eran turistas de paso, que esperarían el porteño mientras se aventuraban en la jungla de prostíbulos y vendedores ambulantes para comer un buen asado y de paso presenciar el espectáculo. La Carmelita, la dueña del lugar, se movía con la bandeja de chinchulines por entre las mesas, con la destreza de una bailarina de ballet y la gracia de una pantera en celo. Ella ignoraba el humo que la perseguía día y noche formando una procesión de figuras extrañas a su paso. A veces las formas fantasmagóricas parecían secundarla con la firmeza de un pelotón de fusilamiento y otras se quedaban rezagadas entre las piernas de los clientes, como un perro tímido esperando a su amo. Tenía el cabello rubio muy largo que le cubría las nalgas casi por completo. Nicanor pensó que habría sido una mujer hermosa, a no ser por la densa humareda que parecía marchitarla inexorablemente hacia el olvido. Su pelo, su rostro e incluso su mirada, estaban aureoladas por una débil nube gris, como la que envolvía a los gatos tristes o a la horda de tristes crónicos que deambulaban por la estación Rosario Norte. Era fácil identificar a uno o a otro grupo, porque a ambos le gustaba el sol y a veces se los veía amontonados en una minúscula parcela dorada, donde no cabían ni las moscas y menos los gatos. Un pie, una mano o un simple cabello entibiado por los rayos de fuego les bastaba para apaciguar sus tristezas o secar su llanto.
Los tristes crónicos habían llegado un día en busca de un milagro desde Carlos Pellegrini, un ignoto pueblo del Iberá, inaccesible a la vista y a la valentía de los hombres. El rancherío había crecido rodeado de embalsados prehistóricos, alimañas salvajes y de indios negritos del tamaño de un crío de dos años, que se esfumaban en el aire tan pronto como se los veía. Fueron los gitanos, conmovidos por sus tristezas, quienes les contaron de Pichincha y de la Carmelita, una mujer que no era de este mundo y que dejaba una estela de hebras blancas al caminar. Entonces ellos llegaron un día, con sus bártulos de pobres y sus ropas harapientas. Nunca se curaron, porque a fin de cuentas, la joven no poseía ningún poder sobrenatural para remendar sus desgracias. Aun así, se refugiaban en El Giandulia y la misma Carmelita les servía una carga de caña para levantarles el ánimo, fingiendo ruborizada que nadie le había tocado las piernas firmes debajo de su vestido de percal.
-Un día de estos los echaré como a perros- le decía su marido.
-Déjalos. Ya se irán con el primer tren.
-Al Petit Trianón deberían ir- decía el hombre-, allí sobran las hembras.
Los hombres buscaban con desesperación la ventana por donde mejor entraba el sol, mientras que los rezagados se debían contentar con rozar las piernas de la Carmelita, como si el mero contacto fuera para ellos más que un manjar prohibido, un elixir de vida.
-Déjalos- decía ella-. Ya se irán con el primer tren.
Hasta que un día, a las seis treinta de la mañana, llegó el primer tren. Venía acorazado por unos rayos de sol fuerte que chamuscaba a los gatos que dormían en el andén. Los tristes crónicos, efectivamente se marcharon, y los felinos, que sobrevivieron a la quemazón, se paseaban en carne viva aullando de dolor.
Años más tarde, Nicanor Contreras volvió a cruzarse con la Carmelita. La mujer había perdido la elocuencia de potranca andadora con que se movía entre las mesas de los comensales y ya no la perseguía ni el humo de los chinchulines, ni el de los cigarrillos, ni las manos ansiosas de los tristes crónicos. Estaba parada en el andén y, por su actitud alerta, Nicanor Contreras pensó que esperaría a alguien.
-Todos se han marchado- dijo ella de pronto-. Las meretrices, las pupilas, los compadritos, los malevos, los caftens...y también los trenes. Un día partieron en un tren feo y gris sepultando Pichincha. Ese maldito humo también se ha robado mi vista.
La mujer no esperó respuesta y comenzó a caminar. Recorría el laberinto de su pasado con los ojos encendidos y su piel tan marchita como su vestido de percal. De lejos, parecía una Cleopatra sin reino o una triste crónica rastreando Pichincha. Por las noches dormía en los andenes y de vez en cuando, tomaba el sol a tientas por una inexplicable añoranza.
Esa madrugada, como un reloj implacable, la despertó la humedad del rocío sobre el cuerpo. De nuevo se sentó a esperar con la ansiedad reflejada en la mirada muerta. A las seis treinta, unos rayos de sol fuerte le sacudieron los sentidos y luego el chillido del tren que se detuvo. Una nube gris apenas visible apareció en la puerta, pero se desvaneció enseguida empujada por los tristes crónicos que descendieron en su búsqueda. Al fin la habían encontrado. La Carmelita se rio feliz al reconocerlos y comenzó a caminar a su lado, seguida por una romería de gatos enclenques y de los hombres que inexplicablemente habían transformado su mirada, a tal punto que parecían felices crónicos. Los guiaba el sol por las mismas calles empedradas que transitaron años atrás. Sólo Nicanor Contreras los reconoció, sólo él sabía cómo rastrear el humo.


Pichincha en la niebla, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista Juglar, el cuento ilustrado, Rosario, Argentina, 2006). Ilustración: César Acevedo

Rosa la bella

"Tu final no es el mío. Tu adiós no me ha sepultado nunca. He atrapado tus sonrisas en todas las jaulas de mi memoria. Ni las histor...