El sol se intensificó en octubre y también el calor, el
mismo que me acompañó durante toda la vida y que en ocasiones llegó a
achicharrar mi inmenso sobrero de paja.
Esa siesta marché al pueblo, abriéndome camino a
machetazos. Los del otro lado piensan que una póra tiene la capacidad para
trasladarse de un lugar a otro con la facilidad de un pestañeo, pero no es así.
A veces ni siquiera podemos llegar, porque las distancias co son engañosas. Un
horizonte está aquí nomás a la vuelta de la esquina y sin embargo, hay tantos
horizontes, tantas encrucijadas, como embalsados en el Iberá. La experiencia no
sirve para estos casos, sobre todo a mí, que tengo debilidad por la sombra y
que cualquier sauce me puede. Se supone que el astro es mi mejor aliado para
raptar niños y que las siestas me seducen, en cambio el sol, el que te chamusca
la piel debajo del sombrero, el que te quita la voluntad y te adormece los
pensamientos, es mi peor enemigo.
Los del otro lado piensan que sol el dueño del sol,
en cambio no soy más que su servil
esclavo. El que siempre anda buscando, aquí y allá, los pedacitos de sombra
para esconderse y lo hago a medias, porque al fin de cuentas, nada más poderoso
que el sol.
Como todos los años, el pueblo de Carlos Pellegrini me
espera. Sacan las mesas en el patio de tierra, al amparo de los árboles más
frescos. Durante semanas hombres y mujeres preparan banquetes descomunales para
recibirme. En él, los más valientes y los más gulas se debaten en un gran
atragantamiento colectivo, cuyo ganador tendrá el honor de sentarse a mi
diestra. Otros, en cambio, tratan de ganarse mi amistad pronunciando mi nombre
en voz baja, como señal de respeto y me regalan tabaco a cambio de favores,
casi imposibles de cumplir por póras, demonios y dioses. Los niños y las madres
están alertas durante todo el almuerzo, pero al menor descuido sé que
intentarán revisar la bolsa que siempre llevo en mi hombro o que se probarán mi
inmenso sombrero de alas anchas. Las burlas se hacen a mis espaldas y yo, como
siempre, finjo no verlas. Es que me dan pena los mitacitos de Carlos
Pellegrini, son tan pequeños y ya tiene la cara tajeada de monte y los pies tan
anchos como los míos, de tanto andar descalzo.
El calor de octubre me cocina a fuego lento. Estoy a
la vera del horizonte y la hora de la siesta se aproxima. Veo la laguna inmóvil
atragantarse de juncos y de sol. Decido no caminar. Una póra tiene esas
ventajas. Me sumerjo en los esteros y mi cuerpo, al contacto con el agua tibia,
se va desmembrando en cientos de ondas, hasta que choco con una rama y su
corteza me estaquea y de pronto soy un tronco de birá-pitá con un gran sombrero
de alas anchas. El agua está mansa y retrasa mi arribo por siete días. Llego,
no tanto por mi perseverancia, sino por la cortesía de la risa de un niño que
me guía hasta allí, como una brújula divina. Pienso en la frase que siempre
decía mi abuelo ante situaciones imposibles de manejar: “El Señor sabe lo que
hace”. Eso fue lo último que dijo antes de hundirse sin pena ni gloria en los
pantanos del Iberá.
Allí están como siempre los longevos prehistóricos,
los niños tajeados de monte, los hombres con su andar de águila, las mujeres de
risas preñadas. Todos están enfundados en sus desteñidos trajes de domingo.
Entre risa y risa miran de reojo la mesa, se mueren por incarle el diente al
costillar de asado, a los pavos panzones, a los huevos frescos. Pero nadie lo
hace. El Gran Banquete de octubre comenzará con mi llegada. Otean con ansiedad
el horizonte, buscan la vara gastada, el sombrero ancho, mi cuerpo flaco y mi rostro barbudo cuarteado de soledad.
Pero allí no hay nada, y nadie es capaz de reparar en
el tronco solitario que se aproxima a sus espaldas. Ni siquiera ven el sombrero
de paja, al que creen con un poder descomunal. Yo también los miro ansioso. Yo
también rastreo una cara con el mismo desenfrenado interés. Yo busco a la
Rosaura Morales, la joven con la que alguna vez unimos juntos el calor del sol,
con el calor de mi soledad. Pero no está aquí, ni en ningún otro pueblo. Dicen
que huyó avergonzada de llevar en su vientre al hijo del Pombero, mi hijo.
Y de pronto Juan Morales repara en el tronco de
birá-pitá. Me arrastra hasta la costa, me quita el sombrero, se lo pone y toma
un hacha.
He sido cortado en cientos de pedazos para la leña de
la noche. En mi mente sólo hay una idea constante: “Aquel hombre de corazón
puro, aquel que me convide su tabaco sin pedir nada a cambio, será quien tenga
mi favor”.
La noche se hace carne en los esteros. Hace frío. Juan
Morales prende el fuego. Mi cuerpo arde y los niños junto a un anciano
prehistórico se aproximan a mí. En el suelo descansa mi sombrero. Muy pocas
veces me he separado de él. El anciano se agacha, toma un tizón y prende su
cigarro. Comprendo su mirada. Vuelve a arrimar el tizón a su cigarro. Me está
convidando su tabaco sin pedir nada a cambio. El sabor es delicioso y hace
tanto que no fumo. Un niño le pone el sombrero al anciano y él toma una vara
gastada. Su cuerpo es raquítico, su barba blanca y su cara está cuarteada de
soledad. Comprendo su mirada. Él sólo soñaba con ser el Pombero. Mi cuerpo se
desintegra en cenizas bañando su membrana arcaica. Su mirada se transforma. El
gentío aún busca en el horizonte y las mesas siguen intactas, oscurecidas por
un enjambre de moscas. Nadie repara en el viejo, ni siquiera en su inmenso
sombrero de alas anchas. Nadie ve alejarse al Pombero.