11 de julio de 2017

Pichincha en la niebla

El humo también estaba allí, del otro lado de la estación, en el corazón mismo de Pichincha.
El hombre miró su reloj mientras esperaba su asado. Le gustaba entretenerse siguiendo con ojos diestros los dibujos del humo que perseguían a la Carmelita, tal como lo hacía cuando su madre lo llevaba a la estación Rosario Norte para que respirase el vapor de la máquina a carbón, en vanos intentos de curarle la tos convulsa.
Ese día descubrió que aún no había perdido la capacidad de asombro de los once años, o la facilidad para crear figuras en donde a nadie se le hubiese ocurrido que habría una. A esa hora del mediodía, El Giandulia estaba repleto de gente. Nicanor Contreras observó que en su mayoría eran turistas de paso, que esperarían el porteño mientras se aventuraban en la jungla de prostíbulos y vendedores ambulantes para comer un buen asado y de paso presenciar el espectáculo. La Carmelita, la dueña del lugar, se movía con la bandeja de chinchulines por entre las mesas, con la destreza de una bailarina de ballet y la gracia de una pantera en celo. Ella ignoraba el humo que la perseguía día y noche formando una procesión de figuras extrañas a su paso. A veces las formas fantasmagóricas parecían secundarla con la firmeza de un pelotón de fusilamiento y otras se quedaban rezagadas entre las piernas de los clientes, como un perro tímido esperando a su amo. Tenía el cabello rubio muy largo que le cubría las nalgas casi por completo. Nicanor pensó que habría sido una mujer hermosa, a no ser por la densa humareda que parecía marchitarla inexorablemente hacia el olvido. Su pelo, su rostro e incluso su mirada, estaban aureoladas por una débil nube gris, como la que envolvía a los gatos tristes o a la horda de tristes crónicos que deambulaban por la estación Rosario Norte. Era fácil identificar a uno o a otro grupo, porque a ambos le gustaba el sol y a veces se los veía amontonados en una minúscula parcela dorada, donde no cabían ni las moscas y menos los gatos. Un pie, una mano o un simple cabello entibiado por los rayos de fuego les bastaba para apaciguar sus tristezas o secar su llanto.
Los tristes crónicos habían llegado un día en busca de un milagro desde Carlos Pellegrini, un ignoto pueblo del Iberá, inaccesible a la vista y a la valentía de los hombres. El rancherío había crecido rodeado de embalsados prehistóricos, alimañas salvajes y de indios negritos del tamaño de un crío de dos años, que se esfumaban en el aire tan pronto como se los veía. Fueron los gitanos, conmovidos por sus tristezas, quienes les contaron de Pichincha y de la Carmelita, una mujer que no era de este mundo y que dejaba una estela de hebras blancas al caminar. Entonces ellos llegaron un día, con sus bártulos de pobres y sus ropas harapientas. Nunca se curaron, porque a fin de cuentas, la joven no poseía ningún poder sobrenatural para remendar sus desgracias. Aun así, se refugiaban en El Giandulia y la misma Carmelita les servía una carga de caña para levantarles el ánimo, fingiendo ruborizada que nadie le había tocado las piernas firmes debajo de su vestido de percal.
-Un día de estos los echaré como a perros- le decía su marido.
-Déjalos. Ya se irán con el primer tren.
-Al Petit Trianón deberían ir- decía el hombre-, allí sobran las hembras.
Los hombres buscaban con desesperación la ventana por donde mejor entraba el sol, mientras que los rezagados se debían contentar con rozar las piernas de la Carmelita, como si el mero contacto fuera para ellos más que un manjar prohibido, un elixir de vida.
-Déjalos- decía ella-. Ya se irán con el primer tren.
Hasta que un día, a las seis treinta de la mañana, llegó el primer tren. Venía acorazado por unos rayos de sol fuerte que chamuscaba a los gatos que dormían en el andén. Los tristes crónicos, efectivamente se marcharon, y los felinos, que sobrevivieron a la quemazón, se paseaban en carne viva aullando de dolor.
Años más tarde, Nicanor Contreras volvió a cruzarse con la Carmelita. La mujer había perdido la elocuencia de potranca andadora con que se movía entre las mesas de los comensales y ya no la perseguía ni el humo de los chinchulines, ni el de los cigarrillos, ni las manos ansiosas de los tristes crónicos. Estaba parada en el andén y, por su actitud alerta, Nicanor Contreras pensó que esperaría a alguien.
-Todos se han marchado- dijo ella de pronto-. Las meretrices, las pupilas, los compadritos, los malevos, los caftens...y también los trenes. Un día partieron en un tren feo y gris sepultando Pichincha. Ese maldito humo también se ha robado mi vista.
La mujer no esperó respuesta y comenzó a caminar. Recorría el laberinto de su pasado con los ojos encendidos y su piel tan marchita como su vestido de percal. De lejos, parecía una Cleopatra sin reino o una triste crónica rastreando Pichincha. Por las noches dormía en los andenes y de vez en cuando, tomaba el sol a tientas por una inexplicable añoranza.
Esa madrugada, como un reloj implacable, la despertó la humedad del rocío sobre el cuerpo. De nuevo se sentó a esperar con la ansiedad reflejada en la mirada muerta. A las seis treinta, unos rayos de sol fuerte le sacudieron los sentidos y luego el chillido del tren que se detuvo. Una nube gris apenas visible apareció en la puerta, pero se desvaneció enseguida empujada por los tristes crónicos que descendieron en su búsqueda. Al fin la habían encontrado. La Carmelita se rio feliz al reconocerlos y comenzó a caminar a su lado, seguida por una romería de gatos enclenques y de los hombres que inexplicablemente habían transformado su mirada, a tal punto que parecían felices crónicos. Los guiaba el sol por las mismas calles empedradas que transitaron años atrás. Sólo Nicanor Contreras los reconoció, sólo él sabía cómo rastrear el humo.


Pichincha en la niebla, Gladys M. Acevedo (cuento publicado en la revista Juglar, el cuento ilustrado, Rosario, Argentina, 2006). Ilustración: César Acevedo

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