Oliverio Márquez jamás se sintió tan vivo, pese a que
sabía que veinte minutos más tarde, iba a morir. Pasó como siempre por delante
del valle de malevos, saludó a algún que otro amigo y se detuvo a esperar en
esa ochava tan conocida. Miró por última vez cada recoveco y aspiró uno a uno
el aroma de esa esquina donde alguna vez conociera la gloria, donde alguna vez
fuera feliz. La bosta y el orín de los caballos se entremezclaban con el olor
del café y el perfume barato de alguna pupila. Fumaba tranquilo, y sólo el
traqueteo del tranvía, que adivinaba a lo lejos, lo perturbaba. Por la hora
sabía que era el número veinte, cómo olvidarlo si ese fue el mismo que tres
años antes le trajera el amor.
En esa ocasión, Olga Ríos llegó como un viento de esperanza a su vida y hasta
su madre, que tenía una fuerte tendencia a contradecir, estuvo de acuerdo en
que ella era la mujer ideal.
-Es una buena percanta- le dijo, luego de revisarle la hilera de dientes y la firmeza de la nalga.
Y él tomó sus palabras como un signo de aceptación. Su madre tenía experiencia con las mujeres, era la catadora oficial de la Zwi Migdal, la madama más renombrada de toda Pichincha.
Esa tarde, mientras esperaba al Paisano Díaz, las recordó a ambas con rencor. Las dos lo habían traicionado, una huyendo con su mejor amigo y su madre colgándose del horcón. Sólo le quedaba de ella la dentadura postiza y un cofre lleno de latas.
Un sacudón seco detuvo a los caballos que tiraban del tranvía. Bajó el Paisano Díaz con su melena grasienta, su pantalón de fantasía y su sombrero alón. Tenía los suecos más altos que de costumbre y retumbaron en los adoquines con cierta gallardía siniestra. Detrás de él se apersonó el Cara de Madera y el Tano Mussolino. Era imposible que no vinieran a presenciar ese duelo. Ambos tenían estampada en su cara la marca inconfundible del cuchillo de Oliverio Márquez.
Al verlos llegar, la gente se reunió en la vereda para apiadarse del condenado. "Es que nadie sabe que muerto no es el que se entierra, sino el que camina con la muerte", pensó Oliverio Márquez con cierto rencor. Hacía tiempo que un bulto en el tórax le acordonaba la vida al enemigo más feroz del Paisano Díaz. El cáncer lo había llevado a la cúspide de la desesperación. Quiso seguir los pasos de su madre, pero desde niño sabía que la forma más honrosa de morir era a punta de cuchillo y no encontrado sin pena ni gloria en algún zaguán oscuro como un perro sin dueño.
-Un malevo debe morir con gloria- le había dicho la noche antes a una pupila del Petit Trianón.
Y ella se rió con tanta tristeza que lo hizo reflexionar.
-Ya se- le dijo Oliverio de mala gana -la muerte es una sola., lo mire por donde se lo mire.
La joven se levantó de la cama y se colgó un rosario en el cuello.
-Pide por mi libertad cuando estés allá- le dijo-. Y dile al diablo que Luis Migdal duerme sin guardaespaldas.
-Es una buena percanta- le dijo, luego de revisarle la hilera de dientes y la firmeza de la nalga.
Y él tomó sus palabras como un signo de aceptación. Su madre tenía experiencia con las mujeres, era la catadora oficial de la Zwi Migdal, la madama más renombrada de toda Pichincha.
Esa tarde, mientras esperaba al Paisano Díaz, las recordó a ambas con rencor. Las dos lo habían traicionado, una huyendo con su mejor amigo y su madre colgándose del horcón. Sólo le quedaba de ella la dentadura postiza y un cofre lleno de latas.
Un sacudón seco detuvo a los caballos que tiraban del tranvía. Bajó el Paisano Díaz con su melena grasienta, su pantalón de fantasía y su sombrero alón. Tenía los suecos más altos que de costumbre y retumbaron en los adoquines con cierta gallardía siniestra. Detrás de él se apersonó el Cara de Madera y el Tano Mussolino. Era imposible que no vinieran a presenciar ese duelo. Ambos tenían estampada en su cara la marca inconfundible del cuchillo de Oliverio Márquez.
Al verlos llegar, la gente se reunió en la vereda para apiadarse del condenado. "Es que nadie sabe que muerto no es el que se entierra, sino el que camina con la muerte", pensó Oliverio Márquez con cierto rencor. Hacía tiempo que un bulto en el tórax le acordonaba la vida al enemigo más feroz del Paisano Díaz. El cáncer lo había llevado a la cúspide de la desesperación. Quiso seguir los pasos de su madre, pero desde niño sabía que la forma más honrosa de morir era a punta de cuchillo y no encontrado sin pena ni gloria en algún zaguán oscuro como un perro sin dueño.
-Un malevo debe morir con gloria- le había dicho la noche antes a una pupila del Petit Trianón.
Y ella se rió con tanta tristeza que lo hizo reflexionar.
-Ya se- le dijo Oliverio de mala gana -la muerte es una sola., lo mire por donde se lo mire.
La joven se levantó de la cama y se colgó un rosario en el cuello.
-Pide por mi libertad cuando estés allá- le dijo-. Y dile al diablo que Luis Migdal duerme sin guardaespaldas.
El Paisano Díaz caminó en su dirección con desgano, parecía
que era él el que iba a morir. Y era así en realidad. Hacía tanto tiempo que
odiaba a este hombre, que estaban hermanados por un rencor intenso. Tal era
así, que ninguno de los dos concebía la vida sin el otro. La noche anterior, el
Paisano le ofreció todos sus ahorros para que tomara el Porteño y recurriera al
mejor médico de Buenos Aires. Pero no. Él muy orgulloso le había dicho:
"mi hora está en tus manos, Paisano."
Los hombres se miraron con un respetuoso silencio antes de sacar el cuchillo e hincar sus rodillas en la vereda. Pelearían como siempre, el Paisano Díaz de frente y Oliverio Márquez de costado. Los cuchillos relampagueaban en ese atardecer de otoño. Se conocían de memoria. Oliverio más que nunca intentaba vencer a la muerte y el malevo Díaz honrar a su enemigo. Así, jadeantes y silenciosos, sus cuerpos se enredaron en un abrazo sin retorno. Entonces, el hombre que sabía que se iba a morir, escuchó a lo lejos el traqueteo del tranvía número veinte y sonrió feliz con la boca atragantada de sangre.
-¡Quien habría dicho que mi peor enemigo me iba a honrar con la muerte!
El Paisano Díaz, que nunca antes había llorado por nadie, no pudo ver con claridad al tranvía que se acercaba porque las lágrimas se lo impedían.
-¡Descansa compadre!- le dijo-. Descansa que ya llega para ti en tranvía número veinte.
Los hombres se miraron con un respetuoso silencio antes de sacar el cuchillo e hincar sus rodillas en la vereda. Pelearían como siempre, el Paisano Díaz de frente y Oliverio Márquez de costado. Los cuchillos relampagueaban en ese atardecer de otoño. Se conocían de memoria. Oliverio más que nunca intentaba vencer a la muerte y el malevo Díaz honrar a su enemigo. Así, jadeantes y silenciosos, sus cuerpos se enredaron en un abrazo sin retorno. Entonces, el hombre que sabía que se iba a morir, escuchó a lo lejos el traqueteo del tranvía número veinte y sonrió feliz con la boca atragantada de sangre.
-¡Quien habría dicho que mi peor enemigo me iba a honrar con la muerte!
El Paisano Díaz, que nunca antes había llorado por nadie, no pudo ver con claridad al tranvía que se acercaba porque las lágrimas se lo impedían.
-¡Descansa compadre!- le dijo-. Descansa que ya llega para ti en tranvía número veinte.
Crónica de un compadrito, Gladys Mercedes Acevedo
(cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, 2006). Ilustración: César Acevedo
(cuento publicado en la revista "Juglar, el cuento ilustrado", Rosario, 2006). Ilustración: César Acevedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario