Es
cierto. A nadie parece importarle la muerte de un pobre y así sucedió con el
baqueano Benito Arguello aquella mañana remota cuando la balsa trajo al pueblo,
no solo al circo de Melquiades, sino a una partida de evangélicos entusiastas
que traían a la colonia olvidada las proclamas del apocalipsis y los entuertos
del fin de mundo. El féretro arrastrado por un carro de ejes ruidosos pasó por
su lado sin pena ni gloria por las polvorientas calles de la Colonia Carlos
Pellegrini. Ni siquiera el predicador tan atento al
salvamento de las almas descarriadas reparó en que el carro solo iba escoltado
por un perro flaco y algunos que otros monos carayás que se habían encariñado
con el muerto. Para ese entonces el pueblo ya había perdido todo entusiasmo por
la novedad de la joven mujer que bajó del cielo como Dios la trajo al mundo.
Solo el viejo Itá, mudo testigo de los desacuerdos de ese mundo olvidado,
seguía prendado de su belleza.
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Rosa la bella
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