Una tarde, un grupo de voluntarios trajeron a lomo de
caballo al cura, a ese que tanto se había negado a bendecir la iglesia que
ahora llamaban La capilla del diablo. Al verlo llegar, el gringo Tomasella con
su arreador en el hombro, logró a duras penas controlar su cuerpo, pero nunca
sus malos pensamientos respecto a ese cura que había osado despreciar a su
iglesia. Así, con la rabia a cuestas se limitó junto a su amada nieta a
controlar los pormenores de la ceremonia inaugural. Por un instante, la pequeña
miró los ojos profundos y las cejas de Mefistófeles enojado de uno de los
personajes que adornaba el escalofriante retablo y ya no tuvo dudas. Su abuelo
se había retratado en el Capo Giúdicce, en el Ser Supremo que anotaba los
pecados del mundo...
Gladys M Acevedo
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