Nunca supo quién la trajo primero. Si fue el viento que entró en estampidas esa
mañana o el deseo colectivo de todo un pueblo que la había estado madurando en
los pensamientos durante años. Aunque allí, la tierra era tan seca, tan poco dada
a la vida que ni siquiera las frutas maduraban y menos los buenos pensamientos.
Pero aun así ellos la pensaban y se hablaba de su memoria todo el tiempo.
Algunos la tenían a la dueña como a una mujer menuda y frágil, pero decidida;
otros la habían elaborado desde el recodo de las nostalgias como a una mujer
alta y elegante. En lo único que todos coincidían en ese pueblo donde nadie
coincidía en nada era en su extremada belleza. Sin embargo, el que realmente
sabía cómo era ella era Severino Puebla, el hombre que siempre se había
atrevido a robarle, no tanto porque lo necesitara, sino por una secreta
venganza tierna. Es que de todos los de su pueblo, el gaucho se consideraba con
derecho a hostigar su memoria. Ella se había marchado un día dejando al hombre hecho
estropajos. Nadie supo por qué se había ido en silencio. Severino la esperó,
sí. Todo el tiempo que un hombre de a caballo puede esperar a una mujer: toda
una vida. Así se le fueron los años en espera. Primero se le cayeron los
deseos, luego las nostalgias y por último los sueños. Es que en esos parajes
olvidados donde todo era pura tierra, ella era la dueña absoluta de un pueblo
de vivos, de muertos e incluso de un pueblo perdido. Pero, aunque había mucha
tierra, no había mucho lugar donde florecieran los deseos. El día transcurría
en ese ir y venir de horizontes solo acompañado por el mate y algún perro cusco
que no le reculaba a los caminos. Nadie sabía que Severino Puebla tenía la
soledad enquistada en las entrañas desde que ella se había marchado, mucho
menos que la causa de todos sus males era la dueña de todo Río Piedra. Pensaba
que no era de hombres el andar contando los amoríos y menos de esos, los
imposibles. Es que de todos modos nadie le hubiese creído. Él y ella amándose
en el ranchito abandonado de la finada Jacinta. Así, Severino dedicó el resto
de sus días para soñar su regreso. Pero la mujer no volvía y el amor se le fue
transformando en un duro rencor. Se dedicó a robarle su ganado durante siglos
como para sentirse más dueño de sus ausencias. Hasta que una mañana, al
comisario se le dio por apresarlo luego de enterarse de que una vaca parió por
el esfuerzo de cruzar el río.
- Ya es hora, Severino- le dijo- que pagues un poco del mal que le has hecho a
esa mujer.
El reo no habló, se limitó a mirar un punto fijo de la pared, como si allí buscara el horizonte. En ese instante, la noticia que había soñado toda su vida entró de manera inesperada.
-Comisario, ella ha vuelto. Ha vuelto la de Río Piedra.
El comisario que no la conocía más que de escucharla nombrar hasta el hartazgo, salió al patio.
La dueña del pueblo era baja y menuda y unas profundas arrugas cuarteaban su belleza.
La autoridad la recibió con todas las reverencias que ella se merecía por ser dueña de todo eso. Y luego le dijo:
- Señora, adentro tengo detenido a un hombre que le ha estado robando toda la vida. Queremos saber qué hacer con él.
La mujer ya entrada en años se detuvo en el umbral de la puerta y allí lo vio. La misma espalda ancha, la misma barba espesa conteniendo el rostro amado. A Severino Puebla por primera vez en cincuenta años se le llenaron los ojos de lágrimas.
-¡Suéltelo!-le dijo casi con rabia la de Río Piedra-. El único mal que ha hecho toda la vida este hombre, ha sido robarme el corazón.
El reo no habló, se limitó a mirar un punto fijo de la pared, como si allí buscara el horizonte. En ese instante, la noticia que había soñado toda su vida entró de manera inesperada.
-Comisario, ella ha vuelto. Ha vuelto la de Río Piedra.
El comisario que no la conocía más que de escucharla nombrar hasta el hartazgo, salió al patio.
La dueña del pueblo era baja y menuda y unas profundas arrugas cuarteaban su belleza.
La autoridad la recibió con todas las reverencias que ella se merecía por ser dueña de todo eso. Y luego le dijo:
- Señora, adentro tengo detenido a un hombre que le ha estado robando toda la vida. Queremos saber qué hacer con él.
La mujer ya entrada en años se detuvo en el umbral de la puerta y allí lo vio. La misma espalda ancha, la misma barba espesa conteniendo el rostro amado. A Severino Puebla por primera vez en cincuenta años se le llenaron los ojos de lágrimas.
-¡Suéltelo!-le dijo casi con rabia la de Río Piedra-. El único mal que ha hecho toda la vida este hombre, ha sido robarme el corazón.
Cuento
dedicado a mi querida e ilustre amiga la Lic. Marcelina De Haro. Colección Cien Cuentos para el Pombero,
Gladys M Acevedo. Todos los derechos reservados
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