Es extraño encontrarse de pronto con la mirada fresca
de un niño de guardapolvo sucio. El
volver a observar cincuenta años después que están dadas las mismas
circunstancias, las mismas torceduras e intrincadas piedras en el camino, es
desesperanzador. Las voces en las aulas son las mismas, dulces y obedientes
repitiendo hasta el hartazgo a coro los rituales de iniciación que mal llamamos
educación. Pero la inocencia hace que se haga con entusiasmo y con una entrega
ciega y absoluta, como si el respetar a coro a esa orquesta estática que los
dirige fuera un salvoconducto certero de un porvenir mejor. Allá afuera sus
padres, que alguna vez tuvieron la misma mirada fresca y también escucharon
sonar dos veces la misma campana, siguen repitiendo rituales una y otra vez, cargando
nafta en surtidores, cortando ladrillos, amasando el pan o buscando trabajo. Ya
no ríen como antes, se limitan a observar sin esperanza el transcurso del
tiempo, en que éste por fin se apiade de ellos y suceda algo extraordinario
como ganar un quini. Es común
escuchar a la gente pobre mencionar el quini
cada vez que intentan convencerse de que un milagro los puede tocar y que
existe una vida diferente. Y es ahí cuando vuelven a reír sólo por unos
instantes, hasta que la realidad los cachetea y los sumerge sin tregua en los
mismos pantanos, en los mismos abismos que han estado viviendo durante años. Pero
de vez en cuando alguien llega con la ocurrencia de que todo es posible, de que
con más educación se puede alcanzar hasta lo más inalcanzable. Solo es cuestión
de que alguien corte los lazos de la impiadosa rutina para que el sonido de la
campana brame con tañidos de esperanza. Es extraño y maravilloso mirar los ojos
de un niño que empieza a escuchar.
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