15 de diciembre de 2018

Una más del montón. Cien cuentos para el Pombero

Canta de nuevo mientras sacude la cama y levanta las colillas de cigarrillo que dejó su marido la noche anterior en el suelo, antes de dormir. No, recuerda ella, en realidad fue antes de que él la montara de nuevo con su monumental cuerpo sobre el suyo. Frágil en huesos, en años y ni hablar de las desgracias de la vida. Esa mañana le hubiese gustado reír, pero se contentaba con cantar, no fuera a ser que se le recordara la risa y decidiera tomar sus dos mudas de ropa que había heredado de su madre muerta y decidiera marcharse. Hacía tiempo que deseaba hacerlo y con frecuencia pensaba en ello. Sobre todo, esos días en que él se quejaba de las ampollas que le habían sacado el martillo y se consolaba mortificando el esqueleto de ella con movimientos bruscos, como de rabia, hasta que un espasmo lo zamarreaba de cuerpo entero y descendía de la morada para dormir. La mujer pensaba que un día de esos tendría la fuerza necesaria como para espantar a ese hombre que cada día tomaba su cuerpo por asalto sin emitir una sola palabra, así como lo hacía con los perros en celos cuando le tiraba agua. Pero, en realidad tenía ganas de hervir agua y bañarlo como a los cerdos cuando le sacaba los pelos. A veces se lo imaginaba gritando, diciendo algo más que “¿Ya está la cena?"
Siguió cantando porque cantar le hacía recordar que estaba viva. Pensaba en las palabras de María y de Juana y también en las de Elba. Todas ellas tenían algo en común: juraban marcharse.
Un día el no vino y al día siguiente tampoco y así estuvo ausente por más de dos semanas sin dar ninguna señal de vida. Ella pensó que al fin se había liberado. Y del canto pasó a la sonrisa y hasta tuvo ganas de seguir viva, porque empezó a desenredar los entuertos del dolor. Pero luego escuchó el ladrido del perro y lo vio mover su cola. Los perros son los únicos que al instante perdonan las ofensas y el mal trato y te quieren como si valieras la pena de ser querido. Lo vio abrir el portón paralizada. Lo escuchó decir algo diferente en mucho tiempo.
-Nos explotan. Los malditos negreros nos explotan. Dicen que Goya está progresando y los únicos que progresan son los malditos. Ya hemos derribado la casa de los López, la de la esquina. Esa que tenía el aljibe tan lindo y mañana continuaremos por la de los Fernández, solo nos dan masa y cortafierro es el único sonido que se escucha en la ciudad.
Ella no le respondió y se limitó a curarlo en silencio las heridas.
-¿Qué hay de comer?
-Pan de ayer.
-Los negreros dijeron que mañana pagarían, pero nos han dicho lo mismo desde el mes pasado.
Al día siguiente él no fue a trabajar. Tenía fiebre y deliraba: “Han matado a todos los malditos".
Ella puso a hervir una olla de treinta litros. Comenzó a cantar. Era lo único que la conectaba con la vida. El agua comenzó a hervir. Pensaba en las palabras de sus amigas. Golpearon la puerta. Una y otra vez con insistencia. Era el patrón que venía por él. Parecía muy enojado. Tenía una masa en la mano.
-¡Dígale a ese vago que se levante a trabajar!
Ella no respondió. Tomó la masa y se lo entregó al marido.
El hombre se levantó trastrabillando y tomó el martillo con la mano ensangrentada. Antes de caerse de nuevo en la cama lanzó el martillazo gritando: "Han matado a todos los negreros".
La mujer vio el objeto pesado surcar los aires con un sonido ruidoso como el del vuelo de una paloma. La masa se estrelló contra la olla de agua hirviendo. Esta se desparramó sobre el patrón que no tuvo tiempo de terminar el último insulto, porque el dolor de todo el cuerpo quemado lo estaqueó sobre el mismo martillo. A la mujer le dio un ataque de risa al ver al hombretón chamuscarse al rojo vivo, como lo que era, un cerdo. A ella la risa le dio nuevas ínfulas y recordó las palabras de sus amigas. Entonces agarró las dos mudas de ropa que había heredado de la finada y se marchó.

Cien cuentos para el Pombero. Gladys Mercedes Acevedo (Todos los derechos reservados)

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